XII. Nada que decidir

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Evie le había transmitido a Neil el mensaje y ya habían quedado; se verían en el parque del Fénix al mediodía. Tendría el tiempo justo para salir de entrenar, volver a casa, ducharse y salir de nuevo. Tenía que saber de una vez qué había pasado aquél día.

Así que se vistió y salió corriendo hacia la Casa del Este.

Le habían explicado hacía unos días que esa casa de sanación se llamaba así. Había en total cuatro en la ciudad; la del Norte, la del Sur, la del Este y la del Oeste.

Las principales eran las del Norte y Oeste, ya que eran las más próximas al Bosque Sombrío; allí era donde más heridos llegaban. Las del Sur y Este se usaban más para entrenar, razón por la que no había visto aún a nadie que necesitase de sus servicios.

Cuando llegó estaba más que emocionada –sin contar los nervios por lo de Neil–; si volvía a conseguir curar el hueso fracturado de un animal podría empezar a tratar a personas. Gracias a sus ojos de pura luz, el poder que tenía Evie era enorme y sus lecciones estaban avanzando más rápido de lo común.

Aunque hasta hacía un par de meses no sabía de la existencia de los solares y nunca había usado su poder, debía ser descendiente de una familia realmente poderosa. Según Emma, era más fuerte que la mayoría de Sanadores de ojos totalmente blancos. Es más; le había asegurado que en menos de un año podría sobrepasarles a los tres.

—¡Lo has conseguido, Evie! ¡Eres genial! —gritó Alexander mientras levantaba a la chica por los aires

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—¡Lo has conseguido, Evie! ¡Eres genial! —gritó Alexander mientras levantaba a la chica por los aires.

David y Emma se acercaron también y todos se abrazaron formando una piña, aunque Evie parecía no reaccionar.

—¿Lo he conseguido? —repitió Evie sin creérselo.

Pero segundos después salió de dudas; el Kiéver empezó a revolotear. Emma extendió su brazo y el animal se apoyó en él; ambos se dirigieron hacia la entrada y cuando abrió la puerta, echó a volar.

Los Kiéver eran uno de los muchos animales que solo podían ver los solares. Habitaban a lo largo y ancho de todo el planeta, pero nunca se acercaban a las urbanizaciones; razón por la que Evie no había visto nunca a uno. Estos pequeños seres eran parecidos a un pájaro –a un Bigotudo para ser exactos– pero tenían un gran cuerno en la cabeza, en algunos casos hasta más grande que ellos mismos. Eran animales totalmente pacíficos –y muy graciosos– que solo usaban los cuernos para clavarse en el suelo y dormir así, clavados bocabajo.

Aquél animalillo se habría chocado contra algo sin querer y se había partido un ala; un Vigilante lo encontró y lo llevó a la Casa de Sanación donde Evie lo había curado. Por culpa de su cuerno era bastante común que se chocasen, por lo que no había tenido que esperar demasiado para hacer su tercer intento.

—Aún es pronto, pero por hoy ya hemos acabado así que puedes irte ya. Mañana haremos el entrenamiento inicial como de costumbre, pero a media mañana iremos a la Casa del Norte. Prepárate para conocer el Bosque Sombrío —le dijo Alexander serio.

Los ojos del Sol (libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora