XXXIII. Invitada

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Evie hizo caso a su amiga y fue a la que había sido su casa desde que tenía memoria.

Cuando llegó, se encontró a sus padres en el sofá viendo una película y comiendo palomitas, algo que siempre solían hacer los tres juntos cada domingo por la tarde. Estaban tan metidos en la historia que ni siquiera la escucharon entrar, y ella aprovechó para quedarse allí, en el umbral de la puerta, y memorizó lo mejor que pudo aquella escena: ahora entendía que cualquier momento podía ser el último. Cuando creyó estar lista, contuvo lo mejor que pudo las ganas que le entraron de meterse bajo las mantas con ellos y no regresar jamás a la Ciudad de Arena y se acercó, dispuesta a hablarles de todo lo que estaba sucediendo.

—Hola —dijo Evie provocando que sus padres dieran un bote del susto.

—¡Evie, cariño! —dijo su madre mientras corría a abrazarla— te echábamos mucho de menos y nos tenías preocupados. Llevábamos muchos días sin saber de ti.

—Ven aquí, pequeña —pidió su padre con los brazos abiertos.

Después de fundirse en un cálido abrazo, los tres se sentaron en el sofá.

—Veréis, tengo mucho que contaros —comenzó Evie—. Sé que mis amigos os contaron la verdad, pero aun así hay cosas nuevas que he descubierto recientemente y quiero contaros. Además de explicaros por qué he estado tantos días sin dar señales de vida.

Sus padres la miraban atentamente sin intención de interrumpirla, por lo que cogió aire y se preparó mentalmente para contarles todos los detalles desde el principio.

—... Y por eso tengo que volver. Ahora mismo Gael me necesita; nos necesita a todos. No puedo fallarle. Le debo la vida. Además... Le quiero —concluyó poniéndose roja hasta las orejas; nunca había hablado con sus padres sobre ningún chico.

«Pelear contra los demonios del bosque es más fácil que esto.»

Sus padres compartieron una mirada cargada de significado y se giraron hacia ella, sonriendo.

—Lo entendemos perfectamente, cariño. Y tienes nuestro apoyo. Pero tienes que prometernos que tendrás mucho cuidado y que de vez en cuando aunque no puedas venir a vernos al menos nos llamarás para que sepamos que estás bien, ¿vale? Y cuando se recupere, tráenos al príncipe azul para que lo conozcamos —dijo su madre cariñosamente mientras giñaba un ojo, lo que produjo que Evie resoplase sonoramente para después reír junto a sus padres.

Finalmente los abrazó con fuerza, notando un nudo en la garganta. Los echaba de menos con todas sus fuerzas, pero ellos no pertenecían a su recién descubierto mundo; no podía arrastrarlos a él ni ella podía abandonar a los solares, por lo que ahora mismo la única opción era distanciarse.

Notó que su móvil vibraba; lo sacó y comprobó que era Mer. Ya estaba lista, por lo que era hora de despedirse y marcharse de allí.

Tendría que ser fuerte.

—Vale, ya estamos

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—Vale, ya estamos. Dame la mano —pidió Evie mientras estiraba el brazo y se la daba a Mer.

Se fijó en que fruncía el ceño y entrecerraba los ojos tras los cristales de las gafas de sol que llevaba –para evitar que vieran que era una terrenal– en busca de cualquier signo de que allí hubiera algo; para ella era imposible ver la borrosa imagen que se veía de la Ciudad de Arena desde fuera de las barreras. Tal como le había explicado Neil en su día, cualquiera que no fuera un solar pasaría de largo sin ver ni sospechar nada. Y por eso mismo Merian debía entrar de la mano de Evie; sin el contacto físico de alguien de su raza no tenía manera de atravesar las barreras.

Tiró de ella y ambas cruzaron.

—¡Es increíble! Cualquiera diría que es magia —dijo Mer mientras daba saltitos de emoción y miraba a su alrededor, maravillada. Era la segunda vez que estaba allí, pero la conocía lo suficiente para saber que tendría que entrar cincuenta veces más hasta que dejara de ser como un niño con un juguete nuevo.

—Vale, vamos a mi casa y te explico todo. Lía nos está esperando —informó la solar.

Mer asintió pero se quedó seria, lo que hizo que Evie supiera que había algo que no le estaba contando, pero decidió esperar a que fuera ella quien diera el paso y sacase el tema.

Al llegar a su casa, Lía las esperaba sentada en el jardín y jugando con un pequeño bichito que correteaba entre sus manos. Al verlas, lo dejó con cuidado de vuelta en la hierba y se levantó.

—Hola, Lía. Vamos dentro —dijo Evie.

Las chicas se sentaron en los sofás del salón, e Evie procedió a contarles el plan.

—Veréis, os he traído aquí porque creo que sé cómo hacer que Gael me permita tocarle para demostrarle que lo que siento es real —ambas asintieron, expectantes—. Veréis, hasta ahora lo que sabemos es que conforme pasan los días los recuerdos de Gael se van alterando cada vez más atrás en el tiempo. Es decir; que desconfiará de cualquiera que conozca y que haya estado con él últimamente. Y es aquí donde entras tú, Mer: hace meses que no has visto a Gael y con un poco de suerte lo que sea que le hayan hecho en la memoria no llegará tan atrás en el tiempo aún. Entonces la cuestión es la siguiente: tenemos que encontrarlo, razón por la que necesito tu ayuda, Lía, y después hacer que hable con Mer. Sé que la posibilidad es remota, pero hay que intentarlo.

Evie las miró, esperando una respuesta, pero ambas se mantenían en silencio.

—Está bien —dijo finalmente Lía—, no tenemos nada que perder. Pero tampoco sabemos qué está ocurriendo en su cabeza, y puede que esto no funcione. Puede que no se fie de nadie que ya conozca —dijo tristemente.

—Puede ser —intervino Merian— pero tenemos que intentarlo. ¡No he atravesado una barrera mágica para quedarme de brazos cruzados! —concluyó Mer animadamente, lo que provocó que Lía riera.

Evie no sabía que se llevaran tan bien y sonrió al verlas tan amigas, aunque en el fondo sintió una pizca de celos de los que se deshizo rápidamente: no podía ser tan egoísta.

—Es ya tarde y está oscureciendo, así que vayamos a dormir y busquemos a Gael mañana. De todas formas dudo que vuelva a casa esta noche —apuntó Lía.

Las dos amigas estuvieron de acuerdo, pero Merian pidió quedarse un poco más en el salón con Lía alegando que tenía un par de dudas sobre qué pasaría si la descubrían allí, así que, a pesar de no acabar de creerse esa excusa, Evie se despidió y subió a su cuarto dispuesta a dormir.

Pero, una vez en la cama, entendió que aún no podría hacerlo; las paredes de aquella casa eran bastante finas y las risas constantes de las chicas demasiado fuertes. Evie resopló, resignándose, y se tapó la cabeza con la almohada para intentar tapar el ruido, nuevamente presintiendo que había algo que se le estaba escapando pero sin llegar a entender el qué.

Los ojos del Sol (libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora