Capítulo 1. Chelsea Is Coming To Town

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Chelsea

Había retrasado el momento lo máximo posible, incluso había cambiado el vuelo por el de la tarde en vez del de las ocho de la mañana, que tal "sutilmente" había sugerido mi madre comprándome directamente el billete de avión. Hice la maleta apenas unos minutos antes de marcharme, por si al tiempo por una vez en su vida se ponía de mi parte y decía regalarme la ventisca del año.

Pero nada.

Al final ahí estaba yo, suspendida en el aire, enlatada en un asiento de turista entre dos tipos, uno calvo con unos auriculares que no paraba de gruñir cada vez que me movía lo más mínimo, y otro con el pelo rizado que devoraba una bolsa de Cheetos como si se acabara el mundo.

Já, como si yo fuera a tener esa suerte...

Ninguno de los dos, para rematar mi mala suerte, eran delgados y poca cosa. No, eran dos gigantes que se comían parte de mi asiento.

Las migas de los Cheetos resbalaron de los labios y manos del hombre del pelo rizado, manchándome las medias. El autocontrol que tuve que manejar para no gritar en medio de un avión delante de trescientas personas fue brutal. Pero tampoco podía pagar mi frustración con ellos dos, pese a su mala educación.

No, ellos no tenían la culpa de que estuviera metida hasta el cuello en esa situación. La culpa era mía por cabezota. Podría haber viajado en clase business si hubiera aceptado el regalo de Manny.

Dios, si Manny me viera así...

Por un segundo imaginé su figura alta y musculosa recorriendo el estrecho pasillo del avión, parando en mi fila de asientos y con una sonrisa, tendiendo su mano en mi dirección esperando que la tomase para sacarme de aquel cubículo. En plan peli romántica de principios de los dos mil. Supongo que cuando lo hiciera sonaría de fondo una canción romántica tipo I Will Always Love You, y la gente aplaudiría mientras el adonis de mi novio me saca en brazos del avión para llevarme a nuestra casa y tener el final feliz que nos merecemos.

Hoy en día aún me pregunto qué vio en mí alguien como él, tan educado y guapo, de buena familia, tan elegante. No pegaba nada con aquella chica que era yo hace unos años, que llegó perdida a San Francisco sin un plan, pero con el propósito de poner un país entre medio de ella y todo lo conocido anteriormente.

Suspiré ganándome otro gruñido del grandullón de mi izquierda y me disculpé en voz baja por si me había dado por cantar a lo Whitney Houston en voz alta. Otra vez.

En fin, el caso es que si yo no fuese tan cabezota la situación sería muy diferente. Manny había insistido con bastante ahínco en regalarme por Navidad un vuelo a Nueva Jersey para ver a mi familia. ¿Y qué hice yo? ¿Dar las gracias? Pues no, me negué a que mi regalo fuera eso. A ver, se supone que los regalos deben de agradar, que es algo emocionante y divertido, no son para dar el disgusto que llevaba todo el año atrasando. Bueno, casi dos años.

Si había algo que detestaba era volver a casa. Lo había hecho solo seis veces desde que a los dieciocho me fui a la universidad, y en todas esas veces no había pasado más de dos o tres días por allí.

Tampoco es que tuviera una mala relación con mis padres. Los quería con locura, pero volver a casa me traía muchos recuerdos. Algo que no le sentaba nada bien a mi salud mental. Por eso básicamente en cuanto tuve oportunidad de irme no la desaproveché. Escogí una universidad al otro lado del país a pesar de que los mejores lugares para ser periodista estaban tan cerca de casa, en Nueva York. Al principio mis padres pensaron que con la distancia y el tiempo se me pasaría y volvería más cerca, pero nada más lejos de la realidad. Cuando terminé la universidad me quedé allí. La tranquilidad que me otorgaba poner el país de por medio me daba más seguridad en mí misma de la que jamás podría tener en casa.

Muerde el muérdagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora