CAPÍTULO III

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«¿Y si dejamos que pase lo que tiene que pasar?».

La mirada del francés abandonó la mía por completo, así como su expresión la cual se endureció dándome mala espina, porque si no respondía, significaba que algo malo saldría de sus labios si los abría y sabía que me daría un ataque en el culo si la respuesta no era lo que esperaba.

—¿No vas a responder? —demandé, andando hacia él y enteramente dispuesta y decidida en cuerpo y alma a poner el pecho ante esas balas que esperaban con impaciencia meterse en mí si me revelaba.

—Da un paso más y te vuelo los sesos, Abbigail —gruñó en cuanto mi cuerpo rozó el suyo, ese cuerpo firme y definido que podría vencerme en un chasquido, pero que aun así escapaba de mi cercanía como si le quemara o fuese yo la que pudiese lastimarle y no viceversa, con sus gruesos dedos aprisionando el gatillo del arma que apuntaba justo a mi corazón.

—¿Ahora soy Abbigail? —Di otro paso hacia él, apretando el cañón del arma contra mi pecho—. ¿Qué pasó con heladito?

El francés liberó una sonrisa sarcástica, la que le regresé con la misma falsedad y bajó el arma, dejándola descansar en su cintura.

—Parece que alguien se ha encariñado con el apodo —ronroneó, pretendiendo aspirar el aroma de mi cuello, pero me eché hacia atrás, a la defensiva. Lo que menos quería era sentir su contacto enfermizo.

—Quiero respuestas. —Mi voz sonó firme y segura, inclusive sabiendo que podría, de un solo golpe, dejarme en estado vegetativo.

—Pasará lo que tenga que pasar.

Y sí, sabía que daría justo en el clavo. Sabía que no había respondido a mi pregunta porque conocía mi reacción. ¡Y sabía que era un jodido psicópata de mierda que me endulzaba el oído y a los segundos estaba dispuesto a pegarme diez tiros! Y sí, efectivamente fue así cómo reaccioné:

—¡Suéltame, hijo de la putísima madre! 

El francés me tenía aplastada contra el frío y mojado barro; cuerpo sobre cuerpo, cadera sobre cadera, ese fuerte torso palpando mi espalda y sus manos esposando las mías por la parte baja de mi espalda. Violentas gotas colisionando contra ambas pieles frías como la nieve y suciedad colándose hasta por nuestros poros me hicieron temblar.

—¡No me hagas las cosas más difíciles, heladito, o te enterraré la cara en el barro!

—¡¿Ahora sí soy heladito?!

Rio una vez más, pero esa fue una risa genuina y demostrándome que le excitaba de sobremanera la idea de tenerme debajo de él, vulnerable e indefensa y con bajas posibilidades de ganarle, por no decir nulas.

Mi esqueleto se estremeció como resultado de su alarmante tacto en mis caderas, haciéndome rodar por el fango y sintiéndome el engendro de la mismísima desgracia al haberme beneficiado de la oportunidad de darme a la fuga y no haberlo llevado a cabo. Era como estar a dieta y tener frente un colosal plato con pastas. 

—Heladito, esta posición me encanta. Tenerte debajo de mí me hace sentir un ser superior, pero tu culo frotándose contra mi verga me está volviendo sumamente loco y en cualquier momento se me pondrá dura; así que, para o la usaré.

Con la respiración acelerada, puse en pausa mis bruscos movimientos siendo consciente de que, de hecho, sí estaba haciendo lo que él dijo, debido a que no necesitaba sentir su bulto en mi culo y mucho menos que pasara por su loca cabeza la idea de que seguía moviéndome solo con ese propósito.

—Así me gusta. No me agrada que se me pare en vano.

El francés me puso de pie con rudeza, analizándome de arriba abajo y yo pensando, idiotamente, que estaba preocupado y evaluando si me había hecho daño. Pero no, sus ojos estaban fijos en mis pezones los cuales se veían a través de la remera empapada por la lluvia y manchada por el barro.

Un Gangster Enamorado ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora