CAPÍTULO XIV

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«Eenie, Meenie, Miney, Moe»

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«Eenie, Meenie, Miney, Moe».

Siempre yo.

Siempre fui yo el sostén de esta familia.

Siempre fui yo la que apaciguaba las aguas.

Siempre fui yo la que convencía a mamá de perdonar a papá cuando los regalos y palabras bonitas dejaron de funcionar. Y ¿todo para qué? Para no desarmar la máscara de la familia perfecta ante los demás.

Esa unión nunca fue tan perfecta y yo lo sabía bien. Era la realidad, tenía que acabar porque ellos pertenecían a dos mundos distintos. Mamá era un ángel enamorado del peor de los demonios. Un demonio que la llevó de cabeza al infierno y abrasó sus delicadas alas. Mamá se convirtió en una alcohólica cuando descubrió la peor traición de papá. Ella le perdonó todo. Siempre. Y ahí estuve yo, firme, porque papá me suplicaba que la convenciera de que la amaba y que esta familia era lo más importante para él.

Fui yo.

Yo fui su morfina. Por un lado, calmaba su dolor, pero por el otro la aniquilaba. Le dulcificaba el oído. Le distorsionaba el paisaje, logrando que viera una imagen completamente tergiversada de la realidad. ¿Por qué? Porque siempre se hizo y deshizo al antojo de él. Mis mentiras, de pronto, pasaron a convertirse en una bola de nieve que se iba haciendo más y más grande; imparable. Pasé de ser la nena de mami, a la manipuladora de papi. Y ¿qué gané? Yo pensaba que ganaría paz para esta familia, pero fue todo lo contrario, porque mamá, al no poder soltarlo, se ató a otras cosas, a adicciones, a depresiones, a odios.

Me odiaba.

Ella decía que no, pero yo sabía que sí.

Me odiaba por dejarse manipular por mis palabras azucaradas. Por no poder alejarse de mi padre por nosotros, porque no quería lastimarnos.

Me amaba y me odiaba.

Y yo también.

Ahora comprendía lo que había hecho. No fui una buena hija. No fui digna de su amor y, aun así, me lo otorgó. Una madre verdadera. Eso fue. Y yo fui una hija del demonio.

—Lo siento tanto...

Apreté mi pecho, sintiendo el corazón desbordado en lo que giraba lentamente sobre la cama, hundiendo el rostro en la almohada.

Recordaba su mano apretando la mía, hasta que la fuerza no formó más parte de ella y dejé de sentirla. Sus dedos ablandaron el agarre y el monitor de los signos vitales reportó que el pesar había acabado.

—Te prometo que... —Limpié las lágrimas con el dorso de mi mano, respirando por compromiso— esto no se quedará así.

Caminé hacia el enorme ventanal que daba al balcón con parras trepando cual tentáculos y admiré el exterior. El cielo oscuro estaba despejado y una sola estrella titilaba para mí.

Un Gangster Enamorado ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora