CAPÍTULO XIII

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«Pídelo»

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«Pídelo».

9 A.M.

—¿Es en serio? —Matheu y yo enarcamos una ceja al ver que Leroy tenía entre sus manos dos bolsas de tela negra.

—Es por precaución, no se ofendan.

Luego de varios minutos discutiendo, terminamos aceptando que nos amarrara las manos por detrás con precintos y colocara las bolsas en las cabezas para luego hacernos abordar el Bugatti en el asiento trasero, acción que me retrotrajo a cuando me secuestraron, solo que, en esta ocasión, no me sentía tan insegura. El inseguro era él que nos borraba la visión para no conocer el camino de ida hacia el infierno de Germán.

—Pónganse cómodos... —dijo cínico.

Math gruñó y se removió a mi lado en lo que insultaba por lo bajo a su hermano e intentaba, de forma inútil, aflojar los precintos.

—... porque el viaje será largo.

Y no mintió. No sabía cuánto llevábamos en la parte trasera del vehículo, pero por el adormecimiento de mis nalgas deduje que pasó más de una hora. Y eso que Leroy estaba conduciendo como un desquiciado. Oía bocinazos e insultos, mas él seguía con su camino, riendo, mientras Math y yo nos achicábamos más en el asiento trasero por terror a volcar y el zigzagueo desenfrenado de su hermano al volante.

El vehículo derrapó una última vez y se detuvo, y con ello mi corazón galopando también. Tenía la respiración acelerada y los intestinos revueltos, la cabeza se me partía y no poder ver en donde estábamos me dejaba más intranquila que antes.

—Que se haga la luz —murmuró Leroy tras quitarnos las bolsas a la vez.

Mis ojos picaron y no pude evitar apretar los parpados por la luz de la mañana quemándome las pupilas luego de estar sumergidas en la oscuridad total. Mis muñecas se despidieron de los tortuosos precintos que volvieron a dejar sus huellas en mi piel y pronto comenzaron a masajearse entre sí para calmar el ardor.

—Bastardo —murmuró Math en lo que estudiaba la enorme estructura.

Por fuera parecía un castillo grisáceo, las paredes empedradas y varias enredaderas con rosas trepándose por las columnas hasta los balcones que parecían del tercer piso.

—¿Por qué me cubriste los ojos, si yo sé cómo llegar hasta aquí?

Su hermano, por otro lado, sonrió de lado y se colocó a centímetros de él.

—Porque quiero y porque puedo, hijo de perra.

Y cuando Matheu estuvo a nada de lanzarse sobre Leroy, una enorme mano lo detuvo, haciéndolo volar contra el capó del auto.

Un tipo de —mínimo— dos metros tomó a mi amigo por las solapas de su chaqueta y lo mantuvo ahí, quieto para tenerlo alejado de quien parecía ser su jefe.

Un Gangster Enamorado ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora