Lunes 19, cuatro semanas

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Odiaba las clases. Odiaba la escuela. Odiaba los alumnos. Odiaba todo lo que tuviera que ver con los lunes en general y la vuelta de las vacaciones. Abrí mis ojos para encontrarme con una madrugada gris y oscura y mi reloj, que apuntaban las seis y veintinueve minutos. Segundos después, se encendió mi reproductor de música.

Resoplé molesta. No quería salir de esta cómoda cama, pero no me quedaba remedio si no quería preocupar a mi madre. El sábado no fue digno de mención. Mi tía casi me saca los sesos en su abrazo de oso, pero el resto del día ni me habló. El domingo me di cuenta de que le tomé aversión a los limones, cosa que extrañó a la mayoría de mis familiares, porque tenía un fiel enamoramiento con la limonada, al menos, hasta antes de este estúpido embarazo.

Me incorporé lentamente. Mi cabeza dio un giro y mi estómago un vuelco. Mierda. Salí en silencio de mi habitación, como un rayo mudo y me encerré en el baño. Intenté que al vomitar nadie se diera cuenta y funcionó, porque me metí tranquila a la ducha.

Lavé mis dientes y peiné mi cabello húmedo en una coleta alta. Salí del baño con el vapor a los costados y me metí a mi habitación. Era una suerte que mi ropa al ser tan recatada, el cambio no sería para nada brusco. Todavía no estaba lista para decirles a mis padres que esperaba a un hijo y planeaba hacerlo luego de los tres meses, cuando el aborto fuera totalmente ilegal.

Me quedaban tres opciones. Matar a este ser humano que no tenía la culpa de mis estupideces estaba definitivamente descartado. La adopción era por donde más me inclinaba. Yo no era buena cuidando niños, ni siquiera con mis pequeños primos. Lo de criarlo lo ponía en duda. Posiblemente con el tiempo me encariñaría de este bebé y no lo soltaría jamás.

Solo esperaba que todo esto no dejara desgracias.

Me vestí con unos jeans negros, robados del armario de Beth, una camisa ancha azul y un suéter blanco. La ropa y yo no éramos íntimas amigas. Cualquier cosa que me probara me quedaría mal. A los trece años lo acepté y ya no me importaba, al menos, no tanto.

Bajé a trote lento las escaleras hasta llegar a la cocina, donde mamá seguía en pijama y preparaba con rapidez waffles, la preferencia en mi familia. Las gemelas llegaron cuando todo estaba servido.

Katherine entraba a primer año de la universidad. Su buen rendimiento en la escuela la había llevado a conseguir una beca casi completa para pagar la carrera de medicina. Enorgullecía especialmente a mi padre, que era pediatra. Elizabeth repitió y le quedaba pasar el último año. Yo ya estaba en el penúltimo, rogando a que pasara lo más rápido posible.

Comimos en silencio, con el único sonido del tic tac del reloj colgado en la pared junto a la nevera. Papá llegó con su maletín y un rostro serio. Él era así, cualquier broma le llegaba como bofetada y él la devolvía doble. A veces era realmente irritante.

-Me voy, a esta hora llegaré tarde si no me apresuro –se despidió con un leve beso en los labios de mi madre y con una cabezada  hacia nosotras.

Las muestras de afecto no eran parte de su carácter. Al menos, con todo ser que no fuera su esposa.

Llevé mi plato y el tazón con restos de leche al lavaplatos y los eché con un poco de agua. Subí para buscar mi mochila, con la sensación de la vejiga llena. Bueno, sí, tenía que ir al baño. Pasé rápidamente al retrete y luego a mi habitación para buscar el bolso verde y salí disparada hacia abajo. Mis hermanas ya se habían ido. Le di un beso enorme a una de las mejillas de mi madre y cerré la puerta principal con llave.

Caminé a paso tortuga durante todo mi trayecto a la escuela, el cual era corto, pero daba una pereza enorme hacerlo. Otro punto a mi favor; como era repelente a toda clase de deporte –que no tuviera que ver con vientres planos –, no sería de extrañar que dejara de hacerlo por el embarazo.

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