1. Hígados en Nueva York

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1 de octubre, 2015

Preswen

Tengo teléfono nuevo.

Tenía teléfono nuevo, mejor dicho.

Un brusco movimiento sacude el elevador. El móvil se zafa de mis dedos y oigo el momento exacto en que la pantalla se agrieta al hacer contacto con el piso. En otra ocasión sentiría cada centavo de dólar que gasté en él golpearme en los ojos, pero la sensación es usurpada por una de pánico cuando otra sacudida me hace tropezar.

—¡Terremoto! —advierto cubriendo mi cabeza con los brazos.

Se detiene de golpe. Tal vez no fue un terremoto. Ni siquiera sé si Nueva York es una zona de movimientos sísmicos, pero Google me lo dirá si sobrevivo a esto.

Colapso contra alguien que se esconde en el fondo de la caja metálica y, acto seguido, mi trasero saluda el suelo. El hombre, quien me podría haber atrapado y ahorrado la caída junto con el dolor de coxis, ni siquiera me tiende una mano cuando compartimos una mirada.

Arqueo una ceja para provocar una reacción de su parte, pero no obtengo respuesta.

Me pongo en posición vertical otra vez con los huesos todavía aturdidos. Él, muy despreocupado, cruza un tobillo sobre el otro, se recarga en la barandilla y chequea su para nada fracturado teléfono. Aún masajeando mis posaderas me inclino para recoger mi propio móvil. Entonces, como si ya no fuera suficiente el hecho de que se comportó como un maleducado al no ayudarme, se empieza a reír.

Hago el ejercicio de respiración que me enseñó la psicóloga. Me doy cuenta que no apacigua mi enojo.

—¿Por qué te ríes de las desgracias ajenas, pedazo de imbécil impertinente? —suelto.

Su risa cesa. Aprieta los delgadísimos labios en una línea inexpresiva. Si fuéramos amigos le recomendaría a dónde ir por algo de botox. Su mandíbula salpicada de incipiente barba pelirroja se tensa y sus ojos se muestran flemáticos. Ladea la cabeza y un mechón cubre el ceño que se formó entre sus cejas.

—¿Disculpa?

¿Tiene el descaro de indignarse? La cólera hierve en mi sangre como el agua en el fuego lista para preparar el té. Estoy preparada para agasajarlo con una taza llena de lecciones por reírse a costa del mal día que tienen los demás.

—Casi tuve que vender medio hígado para pagar esto. —Levanto el teléfono hasta pegarlo a su nariz—. Al menos ten la consideración de tratar de encubrir ese sentido del humor tan oscuro tuyo, ¡infeliz!

—Tienes suerte, el hígado se regenera.

No contesto. Cuando te encuentras con una persona grosera solo tienes dos opciones: ignorarla, como intento hacer en este momento, o partirle 206 huesos del cuerpo con un martillo de educación que, dado que estoy encerrada entre el séptimo y octavo piso de un edificio, no poseo.

La segunda opción me gusta más, pero en la vida a veces hay que conformarse.

Por milagro, suerte o azar, mi teléfono sigue andando. Sin embargo, no hay señal. Mi madre diría que Dios te da pero también te quita.

Toco los botones del tablero y pido auxilio.

—¡Estoy atrapada! ¡¿Alguien puede ayudarme?! —Golpeo las puertas.

—¿Qué hay de mí? Yo también estoy atrapado.

—Tú eres parte del paisaje.

—Soy un ser humano. —Se cruza de brazos—. Respiro, igual que tú. Quiero salir de aquí, más que tú.

El elevador de Central ParkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora