28. Dos ciudades, dos mujeres

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Xian


—Nuestro elevador me gusta más —digo recostado contra la pared de mármol, al fondo.

—Solo te gusta más porque jamás hay tanta multitud y olores corporales —especifica cuando las puertas se cierran y comenzamos el ascenso—. Creo que la señora italiana delante mío se tiró un gas.

—No huelo nada.

—Yo tampoco, pero sentí una corriente de aire caliente envolver mi mano.

No puedo con su falta de tacto —tampoco es que yo tenga mucha—, así que me cubro el rostro con una mano, intentando no mostrar mi diversión por la casualidad con la que habla de gases y esperando que la turista no sea bilingüe.

El autobús se detuvo para que subamos al mirador. Son la una y cuarto de la madrugada, así que esta es la última visita que recibe antes de cerrar. A pesar de que he vivido aquí por mucho tiempo, no había siquiera pisado la calle del edificio. La entrada cuesta unos cuantos buenos dólares que podría gastar en la comida de todo un día. Por otro lado, Brooke nunca fue fanática de las alturas, así que nos limitábamos a hacer recorridos por tierra.

En realidad, ella no tiene un espíritu aventurero. Le gusta su zona de confort; el café por la mañana batido a mano a pesar de que tenemos una cafetera que funciona, la ropa de algodón y las reuniones familiares. Está enamorada de su rutina, lo que pocas personas tienen la suerte de poder decir. Yo también me aferraba a lo que conocía, pero desde que el día en que intercambiamos teléfonos con Preswen me di cuenta que el cambio puede ser bueno. No en todas las circunstancias ni a toda hora, pero hay cosas a las que me podría acostumbrar.

Me gusta la puntualidad de Brooke y el café hecho de la misma forma y a la misma hora, también pasar una noche de sábado tapado hasta el cuello mientras veo películas criticables abrazado a alguien. Sin embargo, es revitalizante tener algunas sorpresas, cosa que no va con la rutina de mi prometida.

O ex prometida, está por verse.

—No entendiste la consigna, Pan.

Bajo la mirada y arquea una ceja. Sabe en quién estoy pensando.

—No es como si pudiera apagar mi cerebro.

—Para apagar algo primero debes tenerlo.

—¿Podrías dejar de ser tan molesta?

—¿Podrías dejar de pensar en personas que no vale la pena pensar?

—Distráeme entonces, porque estamos atascados aquí por unos cuantos pisos. —Miro alrededor en busca de algo de lo que hablar, hasta que los turistas me dan material—. Ya sé… Si te diera un boleto de avión ahora mismo, ¿a qué lugar irías para aterrorizar con tu presencia a su población?

—En primer lugar, ni en medio millón de canciones de radio me comprarías un boleto. Ni siquiera comprarías uno para ti si tuvieras. Eres de los que dicen que hasta Japón está cerca para ir mitad caminando y mitad nadando. En segundo lugar, creo que me arriesgaría y dejaría la elección a la suerte. Compraría el boleto para el siguiente vuelo, cualquiera fuera el destino.

—¿Crees que podrías desenvolverte bien en un país extranjero? Porque, sin ofender, tu habilidad para los idiomas es deficiente.

El elevador de Central ParkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora