24. La reina y su heredero

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Xian

—No debiste gritarle —dice Amapola, sentada en el asiento del copiloto.

—Lo sé.

—Tampoco debiste haberla dejado ahí. Está sola y sin comida.

Levanta una patata frita para enfatizar, luego le da un mordisco. No hay nada más desagradable y desabrido que las patatas fritas frías.

—Es una mujer grande, se las arreglará.

Me acomodo en el asiento y cierro los ojos, pero vuelvo a abrirlos al sentir los suyos en mí.

—Volveré por ella, lo prometo. Solo esperaré a que tu papá llegue.

Se le escapa una risita mientras rebusca por más comida dentro de la caja. Es mi turno de mirarla con una ceja arqueada.

—Todos se quejan de que tener niños es difícil, pero tener un adulto es peor —asegura.

Reprimo una sonrisa porque habla de nosotros como si fuéramos mascotas. Las personas de mi edad no suelen caerme bien. Tampoco las más grandes y mucho menos los pequeños. No me agrada nadie al que no esté legalmente obligado a amar, como mis hermanas o Brooke como excepción, pero Amapola goza del privilegio de mi aprobación.

—Me gustaría volver a tener tu edad.

Sus ojos brillan con interés ante mi declaración. Así deben verse los curas en los confesionarios, hambrientos del chisme.

—¿Cómo eras cuando tenías mi edad? ¿Qué hacías para divertirte?

—Leía. —Le robo una papa para inspeccionarla—. Un montón. Me costaba hacer amigos, así que prefería estar solo y evitar la parte del sufrimiento que implicaba ser social cuando no tenía ni una sola cosa en común con los demás niños.

No tuve una mala infancia, aprendí a disfrutar de mí mismo y tenía a mi familia molestando con frecuencia, una verdadera señal de que era amado y un estorbo al mismo tiempo, así que no puedo quejarme.

—Lo que echo de menos es que mi madre resuelva mis problemas por mí. Lo sé, algo patético de decir teniendo mi edad, pero el mundo era bastante sencillo en ese entonces.

Con frustración y disgusto me lanzo la papa a la boca.

—¿Y no puede ser sencillo ahora? Podrías llamar a tu mamá para que solucione tus problemas —ofrece antes de sacar un teléfono último modelo de su abrigo felpudo—. Toma, usa el mío.

La miro entre anonadado y extrañamente enternecido. Uno se percata de que la sociedad está en retroceso cuando ve a una cría con aquella arma de doble filo en la mano. Por otro lado, su creencia de que todo tiene solución parecida a la suma de dos más dos es ingenua pero fácil de apreciar. Acepto el teléfono y estoy a punto de fingir que marco para hacerla sentir bien, pero me detengo y frunzo el ceño frente a mi reflejo en la pantalla.

¿Y si la llamo de verdad?

—¿No te sabes el número? Porque lo puedes googlear.

Se supone que los adultos tenemos que encargarnos de nuestros propios inconvenientes. Nuestros padres nos prepararon para eso las dos primeras décadas de vida, al menos en el caso de los que no malcriaron a sus hijos, pero... ¿Qué si olvidé todo? ¿Qué si mi progenitora me hace ver algo que no estoy viendo? No suelo pedir ayuda, pero no es como si fuera a suceder lo mismo de hace tantos años atrás. Esto no se trata de mí no encontrando un par de calcetines y ella advirtiendo que si subía a mi cuarto y los hallaba me daría una nalgada.

Marco el número. Sé que está despierta porque los viernes por la noche sale a cenar con sus amigas, o el equipo de democotorras, como me gusta llamarlo. En realidad, se parecen más a los demonios que a los animales con pico.

El elevador de Central ParkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora