S i e t e

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Llegamos a una gran mesa con mantel rojo sangre, sobre la mesa habían platos de postres, bocadillos y comida de aspecto delicioso. Detrás de la mesa, había un hombre aparentemente guapo, de cabello vino tinto y no más de 30 años de edad. Llevaba un traje elegante de color rojo con corbata negra, zapatos de chandal, pero lo que más llamaba mi atención era aquel tatuaje de León en su cuello, y también los tatuajes que llegaban hasta los dedos de sus manos.

¿Quién es este sujeto?

— Han, amigo mío. —El sujeto se levantó de su asiento, el parecía un trono de terciopelo y diamantes. — ¿Cuánto tiempo sin verte? — Él se acercó a mi vecino asiático, estrecharon sus manos con mucha alegría y nostalgia. Ambos parecían amigos de toda la vida. — La última vez que te ví, fue cuando mataste a la lagartija de Cyrus por robarnos en nuestras narices — rió con mucha burla ante el recuerdo de aquella triste persona fallecida, o mejor dicho, asesinada —, pobre rata escurridiza, le destrozaste la cara.

— No me alabes un mérito cometido por los dos, Aedus. — Ambos reían mientras comentaban sobre antigüos recuerdos sobre tradiciones, muertes y robos de millones.

Con sinceridad, no me importaba lo que hacían estás personas, ya fuese matar por dinero o por diversión. Era asunto suyo, no mío.

Al momento, sentí como Aedus me miraba de pies a cabeza. Lo observé y volvió su vista a mi vecino pelirrojo.

— Oh, que descortés he sido con tu acompañante, Han. — Apoyó su mano diestra en su pecho y inclinó la cabeza en forma de disculpa. El hombre extendió su mano a mi y, sin pudor, le rendí mi mano y la besó. — Soy Aedus Cranston, un gusto hermosa señorita.

Escuché a Han carraspear a lo bajo y solo sonríe.

— Un gusto en conocerlo, señor Cranston; Sumin Trainor. — Asentí con un sonrisa para fastidiar un poco a Han.

— Por favor, señorita, dígame Aedus con mucha confianza. — Me sonrió y luego miro a Han con una sonrisa ladina — Han, veo tus gustos con respecto a las chicas han mejorado mucho.

— Es lo mejor que pude conseguir, amigo mío. — El pelirrojo se encogió de hombros con desinterés. Me sentí ofendida. ¿Quién se creía? ¿El abuelo de Ken?

— Oh, ya veo. — Siseó el hombre y luego me miró — Sumin, cuida de este idiota — me sorprendió su sinceridad al hablar de su amigo, y creó que ha Han también le sorprendió—, puede ser un poco atolandrado, desinteresado y imbécil, pero tenle paciencia.

— Lo haré, no sé se preocupe, Aedus.











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