5. Miedo.

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-- Capítulo 5. Miedo --

Las gaviotas no paraban de graznar, Clera no sabía la hora que era, pero el sol todavía no se había puesto cuando empezó todo. El sonido que emitían las gaviotas pasó de ser molesto a terrorífico. Cada vez que intentaba dormirse, más gaviotas comenzaban a rondar al lado de su escondite, parecían que se estaban volviendo locas. Los sonidos que salían de sus picos comenzaron a parecerse a las risas de los humanos.

Entonces, todo permaneció en silencio, un silencio sepulcral que ni si quiera Clera se atrevió a romper por miedo a esos animales. Y menos mal que no se movió porque las gaviotas tenían hambre, mucha hambre. Clera incluso había dejado de respirar, tenía miedo, esas aves eran muy peligrosas, ella misma lo pudo comprobar los primeros días que pasó fuera de su clan.

Las gaviotas se volvieron aún más carroñeras, pero cuando la comida empezó a escasear empezaron a atacar a las personas que todavía vivían en las ciudades. Clera vio como cinco gaviotas quitaban la vida a un hombre mugriento, que no le dio tiempo a esconderse.

Casi había pasado un año desde que abandonó el clan y todavía tenía miedo de muchos de los animales que vivían en la ciudad.

Miedo. Esa era la palabra clave. Clera sentía miedo a todas horas, pero el momento del día que más le asustaba era cuando la luna brillaba en lo alto del cielo negro cubierto por luces blancas.

Si algo tenía que ocurrir, pasaría en la noche. Cuando ni un solo ser vivo se atreviese a moverse de su sitio. ¿Por qué? Muy simple, con un mísero movimiento, ya podrías darte por muerto.

Los animales se habían vuelto locos, al igual que las personas que habitaban en las ciudades. Los seres vivos estaban condicionados por una única palabra, supervivencia, y la ley del más fuerte.

Clera nunca se imaginó que la vida en la ciudad consistiría en un; come o se comido. Cuando ella salía a hurtadillas de su clan, veía la vida de fuera como un lugar donde vivir tranquilo. Pero se equivocó. La vida fuera de las murallas era peor que desangrarte.

En casi un año, Clera había forjado una serie de reglas que ella misma tendría que seguir si no quería acabar en la boca de un animal, o incluso humano.

La ciudad la había hecho mucho más fuerte, física y mentalmente. Aunque todo tiene sus contratiempos. El miedo que tenía durante la noche era descomunal. Comenzaba con unos temblores y acababa desmayándose. Así era la única forma de quedase dormida. Muchas veces Clera había intentado cambiar ese aspecto de su nueva vida, pero por más que se esforzaba, siempre acababa ganando el miedo.

Cayó la noche y empezaron los espasmos de Clera, el corazón acelerado, el sudor, el tartamudeo, la falta de aire y por último el desmayo.

Allí lo vio, como si se tratase de un espejismo. Owen estaba echado en el prado amarillento lleno de hierbajos mirando atentamente a las estrellas que cubrían el manto negro, llamado cielo. Clera no podía salirse de su asombro. Volvía a ver a Owen, después de un año.

Podría decirse que por un momento volvía a estar segura de sus decisiones. No sabía por qué pero tenía la necesidad de pegarle, e incluso, matarle. Él había sido el culpable de que su clan ardiera por la furia de aquel jinete.

En un primer momento, cuando Clera huyó para salvar su vida, se sentía verdaderamente libre, sin ningún compromiso, sin ninguna norma que tener que cumplir. Ya había salido al exterior muchas veces, y siempre le habría gustado vivir fuera del clan. Pero las tornas cambiaron cuando se dio cuenta de que esa vida que tanto deseaba era mucho peor que la vida que vivía.

Normalmente, queremos lo que no podemos conseguir, y cuando lo logramos, ya no lo queremos. Lo mismo le pasó a Clera.

Por eso era que sentía un profundo odio hacia Owen. Él había destruido toda su vida. Clera juró vengarse de él, y ahora se le presentaba la oportunidad. Una oportunidad que no podía desperdiciar.

Clera corrió hasta alcanzar el cuerpo tumbado de Owen en la hierba seca. Pero cuando llegó hasta él, todo se había desvanecido. Dejando a Clera en una oscuridad que envolvía su vista. Había perdido la oportunidad de matarle, aunque solo fuese en su imaginación.

Sorprendida por el repentino cambio de lugar, miró atentamente a la persona que le estaba agarrando por el cuello. El jinete.

- Por fin te encontré, princesa -dijo con una gran sonrisa en su cara. Su agarre todavía no era demasiado fuerte como para ahogar a Clera. Pero solo todavía-. Sabía que no ibas a durar mucho tiempo por estos lugares. Eres muy débil -rio mientras hacía fuerza con sus manos-, y tuviste tu oportunidad para ser alguien importante en este mundo. Pero decidiste esconderte.

Clera miró atentamente el rostro del jinete. Desde el primer día que lo vio en el edificio de culto trató de no observar sus facciones, para luego no tener pesadillas con ese hombre. Pero, en ese momento pareció cambiar de opinión. Esta vez lo estudió con detenimiento.

Tenía una horrible cicatriz en la cara, que atravesaba su ojo derecho hasta la altura de sus labios. El único ojo que estaba abierto y podía ver era de un color azul claro, muy claro, con una diminuta pupila negra. Su nariz era grande y parecía que se la habían roto. Sus labios rojos y agrietados dejaban ver una sonrisa con dientes amarillentos.

- Niña, prepárate para morir. Porque ha llegado tu hora -dijo con una sonrisa llena de maldad, mientras que apretaba su agarre.

- Te mataré -suspiró Clera en el último segundo de su vida.

Menos mal que todo fue un sueño, pero no todo en su alucinación había sido mentira. En el momento que pudo ver la cara del jinete, se hizo una promesa. Ya no se iba a esconder nunca más, iba  encontrarle sí o sí.

Catástrofe mundialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora