Adorable

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Amar de Lejos

Capítulo 10

Adorable

Se bañó, se afeitó, se peinó e incluso se aplicó loción. Se vistió con la levita gris oscura que a ella le gustaba. La imagen que le devolvía el espejo lo hacía preguntarse qué diablos veía Hermione en él. A pesar de su esmero en engalanarse, no podía decir que luciera atractivo, pues él nunca había pensado que lo era. Quizá Granger necesitaba gafas.

Se rió de sí mismo ante tales pensamientos, salió del baño y observó largamente el ropero. Sí que había sido un desconsiderado, un bruto... pero aún estaba a tiempo de enmendarse. Avanzó y estiró el brazo, sacando de la parte más alta una bufanda, se la enroscó en el cuello y suspiró profundamente, mientras rememoraba el día en que ella se la regaló; volvía vívidamente el asombro y el nerviosismo que sintió, mismo nerviosismo que se iba apoderando de él en ese instante.

Consultó su reloj de pulsera y se frotó las manos para calentarlas. Debía parecer un crío histérico, paseándose por la habitación y arreglándose el cabello insistentemente. Y es que él era un novato en los asuntos amorosos, un ignorante. Por eso, a veces era detestable con ella, porque no sabía cómo actuar. Realmente tenía suerte de que Hermione lo soportara y lo quisiera tal cual era. Era muy afortunado.

Miró una vez más el reloj y calculó el tiempo que le tomaría llegar al despacho de ella. No era malo presentarse con unos minutos de adelanto, pensó, así que exhaló fuertemente y abandonó su oficina. Se sentía fuera de lugar y le divertían un poco las peculiares sensaciones que recorrían su cuerpo: las cosquillas en el estómago, el sudor en las manos y las palpitaciones furiosas de su corazón. Eso lo había sentido antes, pero siempre acompañado del miedo a perder la vida... nunca de felicidad.

Se plantó frente a la ya familiar pintura de la campiña inglesa, sacó la varita y conjuró, en su mente, el hechizo para revelar la puerta, la cual no se molestó en tocar y abrió despacio. Se asomó al interior del despacho, pero no la vio a ella por ninguna parte, imaginó que se hallaría en el dormitorio, de modo que entró y cerró la puerta, haciendo el ruido suficiente para que Hermione supiera que había llegado. Viendo que la mujer no daba indicios de aparecer, Severus tomó asiento en uno de los mullidos sofás, hundiéndose en los cojines y entrelazando los dedos encima de sus piernas.

Se entretuvo contemplando el lugar, el decorado hogareño, los libros gruesos en las estanterías, los pergaminos perfectamente ordenados en el escritorio... hasta que sus ojos se detuvieron con brusquedad en una fotografía colgada en la pared. Se levantó y se acercó, sin dejar de mirarla. ¿Siempre estuvo ahí? Porque era una señal fidedigna de que él era un completo imbécil. Allí estaba el chico Weasley, su hijo, más pequeño que entonces, sonriendo de manera forzada a la cámara. La evidencia estuvo frente a sus ojos, y él, muy idiota, no se había dado cuenta. Había estado antes en ese despacho, pero nunca reparó en aquella fotografía.

Dio media vuelta cuando escuchó que la puerta de la habitación se abría. Hermione lo miró, y su sonrisa se acentuó al ver la bufanda que él llevaba atada al cuello. Mientras tanto, el profesor Snape se descubrió observándola de pies a cabeza con la boca entreabierta.

Estaba hermosa, perfecta. No era que estuviera vestida de forma provocativa ni mucho menos, de hecho, se había puesto una de sus consabidas túnicas rojas, pero la trenza con la que había amarrado su cabello le despejaba la cara, haciéndola ver muy distinta. Aunque ese era el único cambio en su apariencia, para él resultó ser algo sumamente fascinante.

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