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   Resulta que sí habíamos entrenado y lo que es más, también había obtenido el reproche de papá luego de que habíamos terminado y Cassidy había ido, que no me estaba haciendo falta para nada. Vamos a ahorrárnoslo, pero básicamente papá me había recordado cómo no puedo hacer nada bien y que las oportunidades que me había perdido ya no regresarían.

   Es que papá es entrenador, no jugador. Eso es lo que pasa, pero obvio no se lo había dicho.

   Como ha sido un tremendo día de mierda no salgo de mi habitación para mucho más que ir al baño y poner la mesa y cuando terminamos de comer subo otra vez. Cass golpea mi puerta recién entonces, no porque lo haga siempre, sino porque sabe que en realidad no lo quiero aquí. Cuando le digo que pase, porque ha estado golpeando de la misma forma por dos minutos enteros y ya no lo soporto, se sienta en la cama y me habla, aunque pretendo no prestarle atención sentado en la computadora.

   –Vamos a juntarnos con los chicos hoy, no sé si sabías –dice.

   –Ed me dijo.

   – ¿Y vas a ir?

   –Sí, seguro salgo después de lo de ayer. –digo.

   Y aunque quisiera decir que no sé qué es lo que le pasa por la cabeza, si lo sé. Sí piensa ir porque últimamente está hecho un tremendo tarado.

   –Me pasan a buscar y de seguro hay un lugar si quieres venir –se levanta de la cama y en la puerta dice–. Tú avísame.

   – ¿Te pasan a buscar, quienes? –le pregunto antes de que se vaya, aunque ya lo sé.

   Y espero, y espero, porque no dice nada, y cuando por fin habla dice:

   –Nadie, unos amigos.

   Y pienso, bien. Pienso, fantástico.

   Obvio no iba a subirme a ese Volvo del demonio, porque si el tal Jessie manejaba no tendría más suerte que Cassidy ayer. Tampoco iría en bus, porque el recorrido hasta la casa de Ed era de cuarenta minutos, y de los chicos el único que tiene un coche es Marsh que aún no ha cumplido los dieciocho, y no iba a arriesgarme.

   Yo tengo una motocicleta. Pero siempre es mi última opción entre las últimas porque es un asco, y yo doy pena manejándola. Me quedo en el garaje mirándola como quince minutos: esta llenísima de mugre, vieja y un poco destartalada. Me la habían comprado para mi cumpleaños dieciséis y debí haberla usado como dos veces hasta que la había chocado contra un árbol y Aisha había comenzado a prestarme la Minivan. La habíamos arreglado, pero nunca le habíamos pintado el repuesto que resalta de un brillante color cromo sobre el negro, así que también se ve mal.

   Pero si Cassidy va, yo también voy. Le limpio un poco el polvo, le doy arranque y obvio no sucede nada, porque no le queda una sola gota de combustible. Así que la arrastro hasta la gasolinera más cercana.

   Papá me ve salir por la ventana de la cocina, y gracias a Dios está demasiado oscuro para que me vea los moretones de la cara, porque ya me he sacado el maquillaje hace tiempo. Abre la boca para reprocharme algo, pero luego se da cuenta de que no estoy rompiendo ninguna de sus reglas y solo me recuerda que antes que el combustible de la moto debo pagarle la camioneta, por si se me había olvidado. Le contesto «Mhmm» y sigo calle abajo tan rápido como puedo para contenerme y no ser grosero con él.

   Le digo a la chica de la gasolinera que me cargue diez dólares en combustible y dice:

   –Con eso podrás hacer como seis cuadras.

   Es linda, el uniforme rojo le queda bien. Por un momento creo que su cara me suena de algún lado, pero me ha dicho aquello con un acento hispano tan marcado que descarto la posibilidad enseguida, porque no conozco a nadie fuera de Chicago.

Cassidy y DakotaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora