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Filippo se marchó hace tres días. Me llamó nada más llegar a Roma y anteay er

nos vimos por Sky pe.

—No quiero perderte, Bibi. Ahora no —me dijo al acabar la conversación.

Quedamos en que debíamos intentar hablar a menudo, pese a que somos

conscientes de que el teléfono y el email no bastarán para impedir que acusemos

la distancia.

Hace tres noches que duermo mal. Durante el día logro concentrarme en el

trabajo, pero en cuanto me acuesto me asaltan las dudas, los pensamientos, y a

veces hasta tengo la impresión de sentir el olor de Filippo, de nuestra única noche.

¿Qué sucederá entre nosotros? ¿Puede haber un mañana?, ¿tengo algún derecho a

esperarlo, después de varios meses de soledad voluntaria, o será solo cuestión de

una noche, en la que nos dejamos llevar por la emoción de la despedida? ¿Qué

sentimos de verdad el uno por el otro? Pero, sobre todo, ¿qué siento y yo?

Por si fuera poco, anoche las dos gatas de la vecina, la señora Clelia,

contribuy eron a que no pudiese pegar ojo. Esa vieja solterona las tiene

encerradas todo el año en su piso de dos habitaciones y treinta metros cuadrados,

pero cuando están en celo enloquecen, como es normal, y entonces las suelta.

Sus maullidos desgarradores sometieron a una dura prueba a mi sistema nervioso

y al amor que siento por los animales.

A las cuatro de la madrugada no podía soportarlo más y, con una ojeras

espantosas, me asomé a la ventana, resignada a asistir al espectáculo nocturno

que estaba teniendo lugar en la plaza: alrededor de las gatas de Clelia, cinco o seis

gatos callejeros, amontonados unos sobre otros, peleaban furiosamente para

obtener el derecho al aparejamiento.

Una maraña de lomos arqueados, bufidos, pelo erizado, garras, dientes y

maullidos agudos. De repente las gatas cedieron al deseo, no sé muy bien con

cuál de todos los machos, en una verdadera orgía animal. Clelia debe de estar

buscándolas histérica por el vecindario esta mañana... Y dentro de dos semanas

volverán a presentarse en casa delgadas y llenas de arañazos, pero felices.

¡Menuda suerte!

El timbre del iPhone me devuelve bruscamente a la realidad. Apoy o el pincel

en la tela protectora y me apresuro a ver quién es sin ni siquiera quitarme los

guantes de látex, aunque y a me lo imagino. Efectivamente, se trata de Filippo,

me ha mandado un SMS. Lo abro enseguida: es un primer plano de él con los

ojos todavía un poco hinchados por el sueño y una sonrisa confiada; al fondo se

ve un edificio muy moderno o, mejor dicho, unas obras.

Yo te miro - Irene caoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora