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Alrededor de mí, la oscuridad y el silencio.

Me ha dejado aquí desnuda, atada a un silloncito y con un pañuelo de seda

negra en los ojos. Me siento minúscula en el centro de esta enorme estancia, el

salón de fiestas, el más grande del palacio.

***

Esta mañana, mientras me dirigía a casa de Leonardo, no alcanzaba a imaginar

lo que me esperaba; pensé en mil escenarios distintos, sabedora de que, en

cualquier caso, él me iba a sorprender.

Y lo ha conseguido. Como siempre.

Me abrió la puerta con esa expresión de seguridad que no admite escapatoria.

No preguntó nada, se limitó a atraerme hacia él y a besarme; luego me cogió de

la mano y me guio por las escaleras y los pasillos hasta que entramos en este

salón. Se detuvo en el centro y empezó a desnudarme. El corazón me martilleaba

en el pecho, creía que íbamos a hacer el amor, lo deseaba con todas mis fuerzas.

Quería que me abrazase y que anulase con su cuerpo mi desnudez, que me

entorpecía y me irritaba.

—Vuélvete —me dijo, en cambio. Obedecí. Me vendó antes de que pudiese

decir nada atándome a la nuca un pañuelo negro que llevaba en un bolsillo de los

pantalones—. Hoy no necesitas la vista, Elena. Te enseñaré a ver de otra forma.

Me obligó a sentarme, me ató las muñecas a los brazos del sillón no sé con

qué —posiblemente con las borlas de las espléndidas cortinas de brocado de la

sala— e hizo lo mismo con los tobillos, que fijó a las patas del asiento.

—¿Qué intenciones tienes? —le pregunté con la voz quebrada.

—Shh..., no es momento para preguntas —me respondió susurrando.

Después me tapó con una sábana áspera, de las que se utilizan para esconder los

cuadros de los artistas, como si fuese una de sus creaciones, dejando únicamente

a la vista la cara y el pecho. Me acarició una mejilla y luego oí que se alejaba.

***

Llevo aquí más de una hora. O al menos eso creo, y a que he oído una vez las

campanas de San Barnaba.

Al principio solo me sentía confusa, con la mente fuera de control. Estaba

aterrorizada, desorientada, me parecía estar sufriendo una tortura sin sentido. Me

maldecía a mí misma por haberme metido en esta situación y por haber

aceptado el pacto infernal. Lo único que quería era liberarme y escapar.

Más tarde comprendí.

El olor de esta estancia fue penetrando lentamente en mi nariz, sutil y

persistente: madera antigua, polvo y humedad. El terciopelo de la tapicería

empezó a hacerme cosquillas en la espalda, a la vez que una brisa ligera entraba

por una de las ventanas; un estremecimiento ligero me recorrió todo el cuerpo

Yo te miro - Irene caoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora