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Hoy ya no tengo ninguna excusa: he de enfrentarme a la granada. Poco importa

que me encuentre fatal, que hay a tenido unas pesadillas tremendas toda la noche

y que cuando hay a abierto los ojos me hay a encontrado atravesada en la cama,

con la sábana arrugada y la almohada en el suelo. Me he levantado a duras

penas, con el corazón bombeando sangre en los oídos, y ni siquiera las veinte

gotas relajantes de tila que me he tomado han servido para calmarme. He

intentado estirarme para desentumecer los músculos doloridos, pero cuando he

comprobado que las puntas de los pies jamás me habían parecido tan lejanas, he

desechado la idea.

Dadas mis condiciones físicas y mi estado de ánimo por los suelos, para venir

hasta aquí he decidido coger el vaporetto: esta mañana no tenía ningunas ganas

de caminar.

Me apoyo en la escalera y miro la granada de abajo arriba. Exhalo un

suspiro en el que se entremezclan la admiración y la inquietud.

Me gustaría decirme que estoy llena de energía, que estoy segura de que lo

conseguiré, pero no es cierto. Tengo miedo de que el trabajo no salga perfecto,

como pretendo de mí misma, de que al final tenga que contentarme con un

resultado aproximativo, quizá con un color que, pese a no ser idéntico, trata sin

conseguirlo de parecerse al original. Lo sé y a: el pintor anónimo se me

aparecerá en sueños, por la noche, y me acusará de haber echado a perder su

obra maestra.

Me atuso el pelo para apartar estos pensamientos estúpidos y me pongo el

pañuelo. Debo permanecer concentrada y acabar como sea la maldita granada.

Si sigo así corro el riesgo de perder también la visión de conjunto y de

comprometer el resto.

El campanario de San Barnaba acaba de dar las once. Por lo general,

almuerzo a esta hora, como en el colegio —en realidad es un desayuno tardío—,

pero en este momento no tengo nada de hambre. La mañana no ha empezado

bien y, por lo visto, va de mal en peor. He perdido también el colirio, justo ahora

que lo necesito. « Estás en las nubes» , me diría mi madre, no sin razón. Lo busco

por el suelo del vestíbulo, porque podría habérseme caído del bolsillo, pero nada.

Maldita sea, y ahora ¿qué hago? ¿Salgo y voy a la farmacia a comprar otro?

Ciertamente, con lo productiva que he sido hasta ahora...

Qué se le va a hacer, al infierno con el colirio. Me doy un ligero masaje en

los párpados con las yemas de los dedos, subo a la escalera repitiendo mi nuevo

mantra —« lo puedes conseguir, Elena» — y me enfrento por enésima vez a la

Yo te miro - Irene caoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora