Esta mañana he decidido descansar un poco del mural. Tengo un montón de
aburridísimas tareas domésticas que hacer. Digamos que nunca he sido un ama
de casa perfecta. El cesto de la ropa sucia rebosa y me resigno a poner una
lavadora. Luego paso por la tintorería a recoger un vestido que lleva allí desde el
verano y me aventuro en el supermercado para hacer la compra a mi manera:
en pocas palabras, me abastezco de platos preparados y congelados, que son,
desde siempre, mi especialidad. Una vez en casa me dejo tentar unos segundos
por la idea de ordenarla un poco, pero las ganas de hacerlo se pasan enseguida;
prefiero trabajar, de manera que cojo las llaves y salgo.
Antes de ir al palacio entro en Nobili: necesito medio gramo de polvo azul
ultramar, por si no basta con el que tengo. Prefiero comprar y o el color y
asegurarme de que es el correcto. Si mandase a Franco, como sugiere
Brandolini, me arriesgaría a que en Nobili no volvieran a verlo por haberse
equivocado de color.
A las dos de la tarde la calle del palacio está desierta. La ventaja de trabajar
como autónoma en un edificio del que prácticamente solo yo tengo las llaves —
bueno, al menos hasta ayer...— es que, en caso de que vaya retrasada, puedo
dedicar el sábado a mi tarea, cuando la ciudad está menos frecuentada: no hay
estudiantes ni personas que vayan a trabajar, y los turistas se concentran en San
Marcos y en Rialto, que queda lejos de aquí.
Introduzco la llave larga en la cerradura del portón de la entrada, doy una
vuelta a la izquierda y dos a la derecha y noto que gira en vacío. El portón está
abierto y la alarma desconectada. Mejor así, porque en una ocasión saltó por
error y fue la única vez en que tuve que recurrir a Franco. Probablemente esté
dentro. Subo la larga escalinata de mármol y empujo la puerta de servicio, que
da acceso al vestíbulo.
Por desgracia, el momento que tanto temía ha llegado.
Delante de mí se recorta una espalda robusta, envuelta en una camisa de lino
rojo. Es él. El inquilino. No esperaba que estuviese y a aquí. Está observando el
mural y parece hechizado por él. Inmóvil. Enorme. A sus pies hay una bolsa de
viaje que tiene aspecto de haber pasado por más de un aeropuerto de la que
asoma el borde de una cazadora vaquera.
Finjo un ligero golpe de tos para indicar mi presencia; él se vuelve y me
embiste con una mirada tan intensa que casi me hace retroceder. Sus ojos son de
un color negro impenetrable, pero, tras las cejas espesas, emanan una luz que, no
sé por qué, me deja sin aliento.
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Yo te miro - Irene cao
Randomsi se pudiese capturar el placer, Elena lo haría con los ojos. Tiene veintinueve años, una belleza inocente y descarada y aún desconoce la pasión. Su mundo está hecho de arte y colores, los del fresco que está restaurando en Venecia, la mágica ciuda...