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Hoy es el gran día. Veré de nuevo a Leonardo y hablaré con él, le explicaré

quién soy y qué quiero de él. Hasta ahora nunca he tomado la iniciativa con un

hombre, ni siquiera sé cómo se hace, no sé anticiparme como Gaia y expresar

mis deseos. Pero esta vez debo intentarlo, esta vez es diferente. Tengo la

impresión de que Leonardo me exigirá más valor del acostumbrado.

Salgo de la ducha y me paro delante del espejo. Con una mano quito un poco

de vapor. Ahí estoy. Sigo siendo y o. La cara redonda, los ojos oscuros, un poco

enrojecidos por el agua, la melena corta y morena que gotea sobre los hombros.

No obstante, algo ha cambiado. Desde ayer un nuevo deseo se ha instalado en mi

mundo, una especie de inquilino impertinente que molesta a los viejos vecinos.

Trataré de fingir que es una mañana como las demás, me comportaré como

suelo hacer. Tengo que convencerme de que estoy yendo a trabajar, eso es todo,

pese a que sé de sobra que en realidad me dirijo a su casa.

Trato de pensar en otra cosa y acabo de arreglarme para salir. Me seco el

pelo, me pongo unos vaqueros y un suéter fino de lana, me echo la gabardina

sobre los hombros y cojo el vaporetto hasta Ca' Rezzonico. Compro La

Repubblica en el quiosco que hay debajo del pórtico, llego al palacio y subo la

escalinata. Cada fase de mi rutina es un paso hacia Leonardo.

Pero cuando entro en el palacio él no está.

Lo llamo; nadie responde. Lo espero unos minutos en el vestíbulo con la

esperanza de verlo salir del cuarto de baño con la toalla enrollada a la cintura, en

vano. Así que me resigno a preguntar a Franco, que se encuentra en el jardín, y

este me contesta que no lo ha visto. Es evidente que esta mañana ha salido pronto.

Es la primera y única hipótesis que logro formular.

De manera que aquí estoy, en el Campo San Polo, delante del restaurante de

Brandolini, sin saber si entrar o no. El corazón me dice que sí, la cabeza que no,

luchando contra el único pensamiento que me atormenta desde hace varias

horas: quiero volver a verlo.

La puerta está abierta, casi parece que me llama, bastaría cruzarla. Y, de

hecho, eso es precisamente lo que hago.

—Mete enseguida esas seis cajas, las quiero aquí en un minuto... ¡Y presta un

poco de atención, hostia! ¡Son botellas de Sassicaia, cuestan como el coche con el

que tanto soñáis y que nunca llegaréis a tener! Es la última vez que hacemos un

pedido a vuestra bodega...

La voz de Leonardo. El tono no es, desde luego, alentador. No consigo

averiguar de dónde procede; dada la hora, en el interior del restaurante solo hay

unos cuantos camareros. Uno de ellos me ha visto y se está acercando a mí con

Yo te miro - Irene caoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora