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Hace días que Venecia ha enloquecido por el Carnaval. Los talleres de los

artesanos y las sastrerías están en plena efervescencia y la ciudad ha sido

invadida por un sinfín de puestos que venden máscaras, gorros y pelucas de todas

las formas y colores. Han llegado hordas de turistas procedentes de todo el

mundo. Cuando esa multitud está en circulación, moverse por las calles o

desplazarse en vaporetto resulta increíblemente lento y difícil. Hay que armarse

de paciencia y resignarse a la idea de que, sea cual sea tu destino, llegarás tarde

aunque hayas salido con mucha antelación.

Es martes de Carnaval y estoy yendo a casa de Leonardo. Últimamente he

vuelto a menudo al palacio y cada vez me gusta más ver de nuevo el fresco, que

me recibe como si y o fuera una cara conocida. Entre Leonardo y yo se ha

instalado una especie de rutina, una serie de pequeños hábitos que nos unen sin

vincularnos. Sus mensajes, por ejemplo, me llegan de cuando en cuando para

marcar el ritmo de nuestros encuentros, como una suerte de llamada al placer.

« Ven a mi casa a eso de las cinco» , me dijo ayer. « Ponte un vestido elegante y

un abrigo. Vamos a una fiesta privada» .

La última vez que me disfracé tenía doce años: iba vestida de Pierrot, con la

cara maquillada y la inseguridad de una niña que ha dejado de serlo, pero que

aún no se ha convertido en mujer. Sentía cierta vergüenza, embutida en una ropa

que no era mía, y recuerdo que solo empecé a divertirme de verdad cuando me

olvidé del disfraz.

Para esta velada, en cambio, me he puesto un vestido largo de seda azul

oscuro y me he echado por los hombros el armuscinu de Leonardo. No veo la

hora de sumergirme con él en la atmósfera carnavalesca, tan embriagadora y

preñada de promesas. Se dice que en las fiestas privadas que se celebran en

algunos palacios de Venecia durante el Carnaval sucede de todo. Yo nunca he

asistido a una, y si por un lado siento un leve temor, el hecho de ir con él me

tranquiliza.

Saludo al fresco y subo a la habitación de Leonardo. Está acabando de

arreglarse. Lo miro apoyada en la jamba de la puerta. Se ha puesto un esmoquin

negro brillante, elegantísimo, y encima un gabán de seda de color verde oscuro,

muy parecido al mío. El conjunto le da un toque especial a su belleza tenebrosa.

Se acerca a mí y me saluda con un beso.

—Estás perfecta —me dice admirándome—, pero te falta algo. —Saca del

armario una maravillosa máscara de estilo Colombina y me la apoy a en la cara.

—Es estupenda —comento mientras me miro en el espejo. Me tapa la frente

y buena parte de las mejillas, dejando solo fuera la boca.

Yo te miro - Irene caoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora