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Esta noche he dormido profundamente, como no me sucedía desde hacía mucho

tiempo. Habrá sido la monótona canción tibetana o el cansancio acumulado

durante los pasados días, el caso es que caí en un estado rayano en el coma y

esta mañana me he despertado como si hubiese estado viajando en el tiempo.

No obstante, en cuanto he abierto los ojos mis pensamientos se han

presentado con suma puntualidad a la llamada, justo en el punto en que dejaron

de atormentarme anoche: la imagen de Leonardo, seductor y escurridizo, se ha

vuelto a apoderar de mí. Haciendo gala de un gran dominio de mí misma, me he

impuesto liberarme de él y recuperar un mínimo de lucidez. Ahora, mientras

trabajo, recuerdo los hechos con la mente más serena —por decir algo— y me

doy cuenta de que, como de costumbre, anoche me dejé sugestionar y llevar por

mis fantasías: Leonardo solo me trató con galantería. Que además me hay a

seducido sin pretenderlo es otra historia. Una historia que debo borrar cuanto

antes de mi mente. Cuando pase por aquí lo saludaré como todas las mañanas,

como si anoche no hubiésemos paseado juntos y y o no hubiese experimentado

ninguna de las emociones que, por desgracia, revivo ahora sin poder evitarlo.

También ahora. Tendré que hacer un esfuerzo inmenso —¿soy o no soy una

campeona del autocontrol?—, pero Leonardo ni siquiera lo notará, porque él, al

contrario que yo o, no está pensando en eso, desde luego.

Y ahora, Elena, concéntrate en el trabajo.

Dejo en el suelo el equipo y me detengo en el centro del vestíbulo, a unos dos

metros de distancia del fresco. De vez en cuando debo pararme para mirar de

lejos los colores, para comprender si voy o no en la dirección adecuada. Escruto

el fondo, luego me concentro en la granada, que, vista desde aquí, casi parece

tridimensional. Ha salido bien, y eso me enorgullece.

Reculo dos pasos y choco con algo. Antes de que me dé tiempo a volverme,

dos manos poderosas me aferran por detrás. ¡Leonardo! Un inconfundible aroma

a ámbar penetra en mi nariz al mismo tiempo que mi cuerpo queda pegado al

suyo, aprisionado en un dulce abrazo.

Sin decir una palabra hunde la nariz en mi pelo y me olfatea; después se

inclina hacia delante y me da un apasionado beso en el cuello. Su barba me hace

cosquillas en la cara, un sinfín de cálidos escalofríos me recorren la piel, el

inesperado y excitante roce de sus labios me inflama el vientre. Me siento

aturdida: ni siquiera he tenido el valor de quererlo y sin embargo él me desea.

Aquí está, ha venido a apoderarse de mí.

Yo te miro - Irene caoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora