Observo el paisaje a través de la ventanilla con la cabeza apoyada en el asiento y
las manos abandonadas en las rodillas. Las colinas toscanas siempre me han
transmitido una profunda sensación de paz: vistas desde un tren en marcha casi
parece que se mueven, que sus perfiles de tierra roja me persiguen. Permanezco
inmóvil, acallo mis pensamientos y me concentro en lo que sucede a mi
alrededor. Ruido de raíles, voces que se superponen, timbres de móviles, puertas
que se abren y se cierran. Túneles, oscuridad, sol, de nuevo oscuridad, de nuevo
sol.
Vuelvo a comenzar a partir de aquí, de este tren que corre en dirección a
Roma. En menos de dos horas estaré en la capital, en casa de Filippo. Es un acto
arriesgado, una empresa que no es propia de mí, pero lo he pensado mucho y al
final he comprendido que es lo mejor, lo que conviene hacer; no llevo nada
conmigo, únicamente el deseo de pedir perdón sin pretensión de obtenerlo. Puede
que Filippo no se alegre de verme, puede que nunca podamos superar el escollo
de nuestra última pelea y volver al punto en el que estábamos antes. Pero, al
menos, quiero hablar con él, decirle que he comprendido que me equivoqué.
Habría podido escribirle o llamarle por teléfono, pero pienso que este viaje será,
cuando menos, un breve trayecto de expiación. He reservado una habitación en
un pequeño hotel, cerca de San Giovanni. Mal que bien, serán unas cortas
vacaciones.
***
Llego a Termini a las tres de la tarde. Me recibe un sol cálido que me inunda la
cara de luz. Me quito de inmediato la cazadora. El aire de Roma es tibio, calienta
el corazón con sus novedades. Arrastrando mi pequeña maleta salgo de la
estación y me subo al primer taxi libre.
—Avenida de la Música —digo amablemente al taxista.
Quiero ir a las obras. La última vez que hablamos Filippo me dio la dirección.
Tengo la impresión de que ha pasado un siglo desde esa llamada y no estoy nada
segura de que vaya a encontrarlo. Aun así quiero intentarlo, es la única
referencia que me dio durante nuestras videollamadas.
El taxi atraviesa la ciudad abarrotada de tráfico y ruido y, por fin, el Eur se
erige ante nosotros con su severa majestuosidad.
Me apeo del vehículo y recorro varios metros a pie sin saber muy bien hacia
dónde ir. A lo lejos veo un inmenso edificio de cristal y cemento rodeado de
grúas y andamios, de manera que me encamino en esa dirección. Cuando estoy
justo debajo alzo la mirada. El edificio todavía no está acabado y a saber cuánto
tardará aún en estarlo, pero ya se percibe la armonía y la sofisticada belleza que
apunta directamente al futuro.
Con paso vacilante entro en las obras, sujetando el iPhone con una mano y
arrastrando la maleta con la otra. Miro alrededor un poco temerosa, varios
obreros me observan intrigados, pero ninguno me detiene. Me anima una única e
inmensa esperanza. Encontrarlo.
Ahí está, lo reconozco desde lejos, se halla de espaldas y lleva en la cabeza el
casco de protección. Estoy segura de que es él. Solo Filippo tiene esa manera
cómica de gesticular. Está hablando con varios obreros, apunta con el índice a un
lado del edificio, parece seguro de sus movimientos y de sus palabras. Mi
corazón late acelerado, ardiente. Pero no debo tener miedo: ahora sé que hay
final y principio de un viaje. Hay vida, amor, un único instante, y la maravillosa
certeza de no saber.
Cuando los obreros se marchan lo llamo al móvil. Filippo rebusca en el
bolsillo del Burberry tratando de localizar su iPhone. Lo veo titubear unos
segundos. Cabecea, arquea las cejas y esboza una extraña mueca. ¿Estará
sorprendido? Ahora sí que tengo un poco de miedo. Da la sensación de que no
quiere contestar la llamada, de que ha puesto punto final a nuestra relación.
Por un instante ruego que me responda y justo entonces su voz se filtra en mi
oreja como un viento tibio.
—¿Dígame?
—Date media vuelta —me limito a decirle.
Cuando lo hace nuestras miradas se encuentran. Abre sorprendido los ojos y
se queda en su sitio, paralizado; a continuación se quita el casco, lo deja en un
montón de cemento y se acerca a mí lentamente. Tengo un nudo en la garganta,
las rodillas me flaquean, pero aun así me preparo para afrontarlo.
Se para a medio metro de mí, su mirada es dura, impenetrable.
—¿Qué haces aquí?
—He venido a pedirte perdón —le digo de golpe—. Me equivoqué, Fil, solo
quería decírtelo.
—Estás loca... —No me cree.
—Sí, pero aún lo estaba más cuando te dije esas cosas y luego dejé que te
marchases. Sé que no tiene remedio, lo he estropeado todo, pero lo mínimo que
podía hacer era disculparme. Te lo digo de corazón, con un corazón que, en parte,
es tuy o...
Mientras hablo sin respirar, su mirada se va dulcificando y sus labios se
doblan cuando esboza su espléndida sonrisa.
—Ven aquí, Bibi —dice de pronto tirando de mí.
¡Dios mío, cuánto he echado de menos este abrazo y este calor, tan buenos!
Me relajo por fin pegada a su cuerpo, mientras me siento a salvo por primera vez
después de mucho tiempo. Ahora el pasado me parece tan solo una ilusión que
debo olvidar, y el futuro una caja llena de promesas.
Lo miro. Me mira. Apoya su mejilla en la mía. Oigo su corazón latiendo
veloz junto al mío. Siento sus manos. Siento que sus labios se acercan poco a poco
a mi boca. Filipo aún me quiere, y yo también lo quiero.
Lo demás no cuenta.
ESTÁS LEYENDO
Yo te miro - Irene cao
Randomsi se pudiese capturar el placer, Elena lo haría con los ojos. Tiene veintinueve años, una belleza inocente y descarada y aún desconoce la pasión. Su mundo está hecho de arte y colores, los del fresco que está restaurando en Venecia, la mágica ciuda...