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A las nueve y media de la mañana la plaza Roma es una babel de gente, coches,

autobuses y motos que van y vienen: la frontera entre la Venecia de los canales y

la provincia de las calles asfaltadas. Estoy aquí porque Leonardo ha decidido

llevarme a las colinas Trevigiani y tiene que pasar a recogerme con un coche de

alquiler. No sé muy bien adónde vamos, lo único que sé es que debe ver a un

productor de vino. « Es una cita de trabajo, pero me gustaría que me

acompañases» , me dijo una noche mientras estábamos en la cama.

Obviamente, la idea me entusiasmó, pero traté por todos los medios de que no se

me notase. Desde que nos conocemos nunca hemos salido de la ciudad ni hemos

pasado un día juntos.

Llevo varios minutos en el aparcamiento sin dejar de mirar alrededor

intentando adivinar por dónde aparecerá, pero la confusión es tal que no logro ver

más allá de un radio de dos metros. De repente un rápido golpe de claxon hace

que me vuelva. Ahí está. Es él, a bordo de un BMW X6 blanco y resplandeciente.

Se arrima con los cuatro intermitentes encendidos. Sin apearse del coche se

inclina para abrirme la puerta desde dentro y me invita a subir.

—¿Estás lista? —Me da un suave beso en la boca y se pone en marcha.

—Sí. —Me pongo el cinturón de seguridad y me reclino en el asiento de piel.

Leonardo se ajusta las Ray -Ban negras y pisa el acelerador al máximo

mientras emboca el puente de la Libertad, que une Venecia con tierra firme. El

sol pálido de febrero brilla en la Laguna y varias bandadas de gaviotas puntean el

cielo de blanco.

Veo que el cuentakilómetros roza y a los cien.

—Mira que luego te llegará una multa... —En realidad se lo digo para

inducirlo a ir más despacio: la velocidad siempre me ha angustiado un poco.

Leonardo se echa a reír y me acaricia un muslo para tranquilizarme.

Después desliza los dedos por el salpicadero y enciende la radio.

—Pongamos un poco de música, así te relajarás. —Se muestra desenvuelto y

seguro de sí mismo al volante. Como en todo lo demás.

Arranca Starlight, de los Muse. Permanecemos en silencio unos minutos

escuchando la canción. Después, en el estribillo, Leonardo empieza a mover la

cabeza siguiendo el ritmo y a canturrear tamborileando en el volante con los

dedos como si fuese una batería.

—Entonas bien —comento, irónica.

Me espía con el rabillo del ojo.

—¿Te burlas de mí?

—Sí.

—Mira que te dejo en la primera área de descanso, te abandono como a un

Yo te miro - Irene caoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora