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Aunque fueron apenas diez segundos, porque luego una voz irritada dijo junto a nosotros:

—¿Ya volvemos a empezar?

Espantada, le di un empujoncito en el pecho a Harry, y me encontré frente al rostro de la pequeña gárgola, que ahora se balanceaba colgada boca abajo de la tribuna bajo la que nos encontrábamos. Para ser más precisos, se trataba del espíritu de una gárgola.

Harry me había soltado el cabello y había adoptado una expresión neutra. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué debía de estar pensando ahora de mí? Sus ojos verdes no transmitían nada, salvo tal vez una ligera extrañeza.

—Yo... creí que había oído algo —murmuré.

—Está bien —contestó, alargando un poco las palabras pero con un tono absolutamente cordial.

—Me has oído a mí —dijo la gárgola—. ¡Sí, me has oído!

Era más o menos del tamaño de un gato, y su cara también se parecía a la de un gato; pero tenía dos cuernos redondeados entre orejas de lince grandes y puntiagudas, además de unas alitas en el lomo y una larga y escamosa cola de lagarto que acababa en triángulo y que se movía excitadamente de un lado a otro.

—¡Y también puedes verme!

No respondí nada.

—Quizá será mejor que nos vayamos —dijo Harry.

—¡Puedes verme y oírme! —gritó entusiasmada la pequeña gárgola, y se dejó caer de la tribuna a uno de los bancos de la iglesia, donde empezó a saltar arriba y abajo. Tenía una voz ronca, como la de un niño resfriado—. ¡Me he dado cuenta enseguida!

Ahora, sobre todo, no debía cometer ningún error, o no me desharía nunca de él. Dejé que mi mirada se deslizara con marcada indiferencia por los bancos, mientras me dirigía hacia la salida. Harry me abrió la puerta.

—Gracias, muy amable —dijo la gárgola, que también se deslizó afuera.

En la acera parpadeé. Estaba nublado, y por eso no se veía el sol, pero calculé que debía de ser media tarde.

—¡Espera! —gritó la gárgola, y me tiró de la falda—. ¡Tenemos que hablar urgentemente! Oye, que me estás pisando... No hagas como si no pudieras verme. Sé que puedes. —De su boca salió disparado un chorrito de agua que formó un minúsculo charco sobre mis botines—. Oh, vaya, perdón. Solo me pasa cuando estoy nervioso.

Levanté la vista para mirar la fachada de la iglesia. Podría decirse que era de estilo Victoriano, con vidrieras de colores y dos bonitas torres un poco recargadas. El ladrillo alternaba con el revoque de color crema formando un alegre motivo a rayas. Pero, por más arriba que miré, no descubrí en todo el edificio ni una sola estatua ni una gárgola. Era extraño que, a pesar de todo, el espíritu rondara por allí.

—¡Aquí estoy! —gritó la gárgola, y se agarró al muro justo ante mis narices; porque trepaba como una lagartija, todas lo hacen.

ZafiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora