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—¿Qué vamos a decir de lo de lady Tilney? —pregunté.

—Bueno... —Harry se rascó la cabeza con aire cansado—. No es que tengamos que mentir, pero tal vez lo más inteligente en este caso sería omitir algunos detalles. Lo mejor será que lo de hablar me lo dejes a mí.

Ahí estaba de nuevo el viejo y conocido tono de mando.

—Sí, claro —dije—. Asentiré y mantendré la boca cerrada como una niña buena.

Instintivamente, crucé los brazos sobre el pecho. ¿Por qué Harry no podía comportarse de una forma normal para variar? ¿Primero me besaba (¡y más de una vez!), para inmediatamente después asumir el papel de gran maestre de la logia de los Vigilantes?

Los dos nos concentramos en mirar por nuestras respectivas ventanas.

Fue Harry quien finalmente rompió el silencio, lo que me proporcionó cierta satisfacción.

—¿Qué pasa, se te ha comido la lengua el gato?

Por el modo en que lo dijo, sonó casi tímido.

—¿Cómo dices?

—Mi madre me lo preguntaba siempre cuando era pequeño. Cuando miraba fijamente hacia delante con ese aire obstinado que tú tienes ahora.

—¿Tienes una madre?

¡Por Dios! Hasta que no lo hube pronunciado, no me di cuenta de lo estúpido que sonaba.

Harry  levantó una ceja.

—¿Qué te creías? —preguntó divertido—. ¿Que soy un androide y que el tío Falk y mister George me ensamblaron?

—No me parece tan descabellado. ¿Tienes fotos tuyas de bebé? —Traté de imaginarme a Harry como un bebé, con una cara mofletuda y la cabeza pelada, y se me escapó una sonrisa—. ¿Dónde están tu madre y tu padre? ¿También viven aquí, en Londres?

Harry  negó con la cabeza.

—Mi padre murió, y mi madre vive en Antibes, al sur de Francia. —Durante un breve instante apretó los labios, y ya pensaba que volvería a encerrarse en su silencio cuando añadió—: Con mi hermano pequeño y su nuevo marido, el señor Llámame-papá-quieres Tomlinson. Tiene una empresa que fabrica microcomponentes de platino y cobre para aparatos electrónicos, y por lo que parece el negocio va viento en popa; en todo caso, ha bautizado su ostentoso yate con el nombre de Creso.

Yo estaba absolutamente perpleja. Tanta información personal de golpe no encajaba con la idea que me había hecho de Harry.

—Vaya, pero seguro que debe de ser genial pasar las vacaciones allí, ¿no?

—Sí, claro —dijo en tono burlón—. Hay una piscina del tamaño de tres pistas de tenis, y ese yate de locos tiene los grifos de oro.

—De todos modos, me lo imagino mejor que un cottage sin calefacción en Pebbles.

Yo pasaba las vacaciones de verano con mi familia en Escocia.

—Si yo fuera tú y tuviera una familia en el sur de Francia, les visitaría cada fin de semana, aunque no tuvieran piscina ni yate.

Harry me miró sacudiendo la cabeza.

—Ah, ¿sí? ¿Y se puede saber cómo te las arreglarías si además tuvieras que saltar al pasado cada pocas horas? No es una experiencia placentera precisamente cuando uno va a ciento cincuenta por la autopista.

—Oh, vaya.

De algún modo, toda esta historia de los viajes en el tiempo era demasiado nueva para mí para que hubiera podido pensar en las consecuencias que comportaba. Solo había doce portadores del gen —distribuidos a través de los siglos—, y aún no podía hacerme del todo a la idea de ser una de ellos. De hecho, se suponía que le correspondía a mi prima Charlotte, que se había preparado concienzudamente para el papel; pero mi madre, por razones inextricables, había falseado la fecha de mi nacimiento, y ahora estábamos metidas en este embrollo. Igual que Harry, me enfrentaba a la elección de saltar en el tiempo de una forma controlada con el cronógrafo o arriesgarme a que el salto me sorprendiera en cualquier momento y en cualquier lugar, lo que, como sabía por propia experiencia, no resultaba precisamente agradable.

ZafiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora