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N o había preguntado por el año, porque de todos modos no tenía ninguna importancia. De hecho, todo se veía igual que en mi anterior visita. El sofá verde estaba en medio de la habitación, y le dirigí una mirada furiosa, como si él tuviera la culpa de todo. Como la última vez, había un montón de sillas apiladas junto a la pared ante el escondrijo de Lucas, y al verlas me entraron las dudas. ¿Debía vaciar el escondrijo? Si Harry había empezado a sospechar -y seguro que lo había hecho-, era muy posible que lo primero que hiciera fuera registrar la habitación. Tal vez lo mejor sería que ocultara el contenido fuera, en los corredores, y luego volviera antes de que llegara Harry....

Febrilmente, empecé a apartar las sillas, pero luego me lo pensé mejor. En primer lugar, no podía esconder la llave fuera, porque tendría que volver a cerrar la puerta; y por otra parte, aunque Harry encontrara el escondite, ¿Cómo iba a demostrar que estaba destinado a mí? Sencillamente me haría la tonta.

Volví a dejar las sillas donde estaban, procurando no cambiar nada, y me encargué de borrar todas las huellas en el polvo. Luego fui hasta la puerta para asegurarme de que estaba realmente cerrada y después me senté en el sofá verde.

Me sentía un poco como hacía cuatro años, aunque Eleanor y yo, por el incidente con la rana, habíamos tenido que esperar en el despacho del director Gilles hasta que este había tenido tiempo para venir a echarnos un sermón. En realidad no habíamos hecho nada malo. Había sido Perrie la que había atropellado personalmente al animal con su bicicleta, y como después no había mostrado ningún remordimiento («Es solo una estúpida rana»), Eleanor y yo, indignadas, habíamos decidido vengar a la rana. Queríamos enterrarla en el parque, pero antes -como ya estaba muerta- pensamos que tal vez impresionaría a Perrie y la sensibilizaría un poco de cara al futuro si se la volvía a encontrar -esta vez en su sopa-. Nadie podía prever que a Perrie le daría un ataque de histeria al verla... En cualquier caso, el director Gilles nos había tratado como si fuéramos dos criminales peligrosas, y por desgracia no había olvidado el episodio.

Cada vez que nos encontrábamos por los pasillos decía: «Ah, las chicas malas de la rana», y las dos nos sentíamos fatal.

Cerré los ojos un momento. Harry no tenía ningún motivo para tratarme tan mal. Yo no había hecho nada malo. Todos decían continuamente que no se podía confiar en mí, me vendaban los ojos y nadie respondía a mis preguntas; así que era perfectamente natural que tratara de descubrir por mí misma lo que estaba pasando, ¿no?

¿Dónde se habría metido? La bombilla del techo crepitó, y la luz parpadeó un momento. Hacía bastante frío ahí abajo. Tal vez me habían envidiado a uno de esos crudos inviernos de la posguerra de los que siempre hablaba la tía Maddy. Fantástico. Las tuberías se habrían helado y habría animales muertos tirados por las calles, rígidos por el frío. A modo de prueba, miré si mi respiración formaba nubecillas blancas en el aire; pero no, no se veía nada.

De nuevo parpadeó la luz, y me entró miedo. ¿Y si de repente tenía que quedarme ahí sentada a oscuras? Esta vez nadie había pensado en darme una linterna. La verdad es que no podía decirse que se hubieran mostrado muy solícitos conmigo. Seguro que en la oscuridad las ratas se atreverían a salir de sus escondrijos. Tal vez tuvieran hambre... Y donde había ratas, las cucarachas no andaban muy lejos. Quizá incluso el espíritu del templario blanco del que había hablado Xemerius se diera una vuelta por aquí.

Crrrric.

Era la bombilla.

Paulatinamente llegué a la conclusión de que la presencia de Harry siempre sería preferible a la de las ratas y los espíritus. Pero no venía. En lugar de eso la bombilla volvió a tiritar, como si estuviera en las últimas.

ZafiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora