Capítulo cuarenta y siete. –Let me die.
Narra Justin.
Sin duda hoy era uno de esos días que solo quería quedarme mirando la televisión mientras comía palomitas de maíz y sostenía a una chica entre uno de mis brazos. Era un día perfecto para aquel plan: nublado, frío y el cielo negra, parecía que una tormenta llegaría por la noche. Sabía que a Anna le agradaría, le gustaban las tormentas, el ruido de las gotas chocando contra el asfalto y también, contra su ventana. Londres tenía un aire más antiguo cuando la lluvia caía sobre la Ciudad empapando todo, tomé mi teléfono de la mesa de luz sin antes sonreírle a la foto del cuadro –Anna y yo abrazados y otra en la cual nos estábamos besando, era una linda fotografía–, y marqué el número de Anna. Tardó en contestarme; era la tercera vez que llamaba y al tercer tono me contestó, una tranquilidad invadió mi cuerpo y pude despreocuparme. Su tono de voz sonaba alegre, pude –de alguna manera– notar que una sonrisa se expandía por sobre su rostro cuando le llamé ‘amor’.
Escuchar su risa en la mañana era como escuchar a los pájaros cantar, era demasiado hermoso porque ella era hermosa. Además, verla reír o sonreír era como lograr un milagro, así de bello y así de perfecto.
Hablamos por unos cuantos minutos hasta que ella mencionó que debía cambiarse ya que, empezaba a sentir el frío. La razón por la cual no me había contestados las llamadas era porque se estaba dando un baño y con los ruidos que provocaba el agua artificial contra la cerámica fue imposible escuchar el tono de llamada sumándole que el celular estaba en la alcoba y no en el baño junto a ella.
Bloqueé el teléfono cuando finalicé mi conversación con Anna, y me quedé mirando mi habitación, esta era un completo desastre: ropa tendida por el suelo, la cama y la silla del escritorio; bolsas de comida chatarra, latas de soda por el piso y cajas de pizza debajo de la cama. Mi habitación estaba hecha un lío, mi madre siempre decía que no entendía como podía vivir entre toda esa basura y el olor que producía, yo suponía que sólo lo decía para que ordenara un poco pero nunca me di cuenta de que estaba acostumbrado a todo eso. Me paré de un golpe y fui hacia la cocina a grande zancadas, busqué bolsas de conserje entre los cajones y saqué dos de estas, tomé un tapo de piso y el canasto de la ropa sucia.
Nunca, jamás pensé que iba a ordenar mi pieza por una chica, por un momento me quedé pensando en que a Anna no le importaría pero después supe que quería dar una buena impresión. Mi madre entró por la puerta con unas dos bolsas colgando de sus manos y al verme con todo esto; sonrió.
—Bueno, le agradeceré a Anna por venir a esta casa —Dijo Patricia—, gracias a ella limpiarás el basurero de tu habitación.
—No es un basurero. —Me quejé como un niño pequeño—Así es la pieza de cualquier adolescente, además… La mía es bastante normal, algunos chicos tienen posters de chicas desnudas en sus paredes. Yo solo tengo… paredes negras.
—Si pero apuesto a que ellos no viven entre la basura, Justin.
—Puedo jurar que tú también tuviste una habitación… Viviste entre la basura, yo lo sé.
—Mi alcoba siempre permanecía ordenada porque soy una chica y las chicas suelen ser mucho más ordenadas que los hombres.
— ¡Eso es mentira!
— ¿Cómo es la pieza de Anna?
—Limpia y ordenada.
— ¿Y la de su padre? Alguna vez has entrado para poder responder esto.
—Desordenada.
Mi madre sonrió y me guiñó un ojo. Llegó a la encimera y dejó las bosas en la misma, se dio media vuelta mirándome con una sonrisa satisfactoria en los labios y los brazos en la cintura. Estaba radiante hoy en día, le besé la frente –tuve que agacharme para realizar esta acción– y me fui para mi habitación, para el basurero.