—Es hora de ir a la estación, Tom.
—Pues, venga, vamos.
—Oh, yo no voy. Hace mucha humedad y se me desharían los rizos si saliera en un día como este. Quiero estar presentable cuando llegue Polly.
—No querrás que vaya yo solo y traiga a una desconocida a casa, ¿no? —Tom estaba alarmado, como si su hermana le hubiera propuesto escoltar a una mujer salvaje de Australia.
—Pues claro que sí. Debes ir a recogerla tú. Y, si no fueras un oso, hasta te gustaría.
—¡Qué cara que tienes! Supongo que debería ir, pero tú dijiste que también vendrías. ¡La próxima vez no pienso preocuparme por tus amigas! ¡No, señor! —Tom se levantó resuelto del sofá pese a su indignación, aunque el efecto de esta quedaba empañado en cierto modo por una cabeza despeinada y por el aparente descuido de sus ropas en general.
—Venga, no te enfades. Convenceré a mamá para que permita que venga a visitarte ese tal Ned Miller, que tan bien te cae, cuando se haya ido Polly —dijo Fanny con la esperanza de apaciguar su malhumor.
—¿Cuánto tiempo se quedará? —exigió Tom, arreglándose con una sacudida.
—Un mes o dos, probablemente. Es tan agradable... se quedará mientras se sienta a gusto.
—Entonces no se quedará mucho tiempo si puedo evitarlo —murmuró Tom, que consideraba a las chicas la parte superflua de la creación. Los chicos de catorce años tienden a opinar de ese modo, lo que tal vez resulte bastante adecuado dado que, como suelen cambiar radicalmente, tienen la oportunidad de dejarse llevar por una buena chica, metafóricamente hablando, cuando, treso cuatro años después, se convierten en los más serviles esclavos de «esas molestas chicas».
—¡Venga ya! ¿Cómo voy a reconocer a la criatura? No la he visto nunca y ella no me ha visto nunca a mí. Tienes que venir tú también, Fan —añadió mientras se dirigía a la puerta, aterrado ante la terrible idea de que quizás debería dirigirse a varias chicas desconocidas antes de dar con la que debía encontrar.
—La encontrarás rápidamente. Seguramente nos estará buscando mientras espera. Y creo que te reconocerá, seguro, aunque yo no esté allí, porque te he descrito.
—Entonces sí que no me reconocerá —dijo Tom, mirándose en el espejo mientras se atusaba enérgicamente su cabellera rizada, convencido de que su hermana no le habría hecho justicia. Las hermanas nunca lo hacen, como sabemos «nosotros, los chicos».
—Andando o llegarás demasiado tarde y, entonces, ¿qué pensará Polly de mí? —le espetó Fanny, con la impaciencia que tanto incomoda a la dignidad masculina.
—Pensará que te importan más tus rizos que tus amigas, y seguramente tendrá razón.
Con la sensación de que había dicho algo lo suficientemente escueto y cortante, Tom se fue paseando, sin prisa, perfectamente consciente de que era tarde, pero sin apresurarse mientras pudieran verle, aunque más tarde tuviera que correr para compensarlo.
—Si fuera Presidente, haría una ley para hacer callar a todos los chicos hasta que se hicieran mayores, porque son los sapos más irritantes del mundo —dijo Fanny mientras miraba la figura de su hermano arrastrando los pies por la calle. Sin embargo, podría haber cambiado de opinión si lo hubiera seguido, ya que, en cuanto dobló la esquina, su aspecto cambió por completo: sacó las manos de los bolsillos, dejó de silbar, se abrochó la chaqueta, se ajustó la gorra y empezó a caminar a un ritmo más apresurado.
El tren acababa de detenerse cuando Tom llegó a la estación, jadeando como si fuera un caballo de carreras y tan rojo como una langosta a causa del viento y de la carrera.
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Una muchacha anticuada
RomanceUna muchacha anticuada, por Louisa May Alcott © 1870 «La vida de Polly Milton experimenta un cambio radical cuando abandona el ambiente rural en el que ha crecido para pasar una temporada con unos amigos en la ciudad. Su inocencia y sus sencillas co...