Polly no tardó en darse cuenta de que había llegado a un mundo nuevo, un
mundo donde los modales y las costumbres eran tan distintas del modo sencillo en que se hacían las cosas en casa, que pronto se sintió como una extraña en tierra extraña y a menudo deseó no haber venido. En primer lugar, no tenía nada que hacer más que gandulear y cotillear, leer novelas, pasear por las calles y vestirse. Pero tras una semana ya estaba más que harta de todo aquello, como cualquier persona sana que intentara alimentarse únicamente de chucherías. A Fanny le gustaba porque estaba acostumbrada y nunca había conocido nada mejor, pero Polly sí que lo había vivido y muchas veces se sentía como un pajarito en una jaula de oro. Aun así, estaba realmente impresionada con los lujos que la rodeaban, los disfrutaba y deseaba que fueran suyos, aunque se preguntaba por qué los Shaw no eran una familia más feliz. No era lo suficientemente sabia como para saber dónde radicaba el problema, y tampoco intentaba decidir cuál de las dos vidas era la correcta, solo sabía cuál le gustaba más y suponía que aquello era debido a sus maneras «anticuadas».
Los amigos de Fanny no le interesaban mucho. Más bien le daban un poco de miedo, parecían mucho mayores y más sabios que ella, hasta los que en realidad eran de una edad inferior a la suya. Hablaban de cosas de las que ella no tenía ni idea y, cuando Fanny trataba de explicárselas, no las encontraba interesantes. Ciertamente, algunos la asombraban y la desconcertaban a la vez, así que las chicas la dejaron de lado, aunque cuando se encontraban, se saludaban educadamente, a pesar de que creyeran que era demasiado «rara» como para pertenecer a su grupo.
Así que se volcó en Maud en busca de compañía, pues la hermana pequeña era una compañía excepcional, y Polly la quería muchísimo. Pero la señorita Maud estaba demasiado absorta con sus propias cosas, puesto que ella también pertenecía a un «grupo», y estos pequeños de cinco o seis años disponían de sus «musicales», sus fiestas, recepciones y paseos como sus mayores, siendo el principal objetivo de sus pequeñas vidas, según parece, el imitar las tonterías que estaban tan de moda, aunque deberían ser demasiado inocentes para entenderlas. Maud tenía una cajita con tarjetas de presentación y de visitas, «como Mamá y Fan», su caja de delicados guantes, su cajón para las joyas, sus propias horquillas, un fondo de armario tan elegante y precioso como el de una muñeca parisina, además de una doncella francesa que la vestía. Al principio, Polly no se llevaba bien con ella porque Maud no parecía una niña y a menudo corregía a Polly en lo que a sus conversaciones y a sus modales se refiere, aunque los de la pequeña mademoiselle distaban mucho de ser perfectos. De vez en cuando, cuando Maud se sentía mal o sufría de «iguitabilidad», pues sufría de los «nervios» como su mamá, se iba con Polly para que la «divigtiera», porque, al ser tan calmada y tener tanta paciencia, lograba tranquilizar a la elegante y pequeña señorita. Polly disfrutaba de esos momentos y le contaba historias, jugaba con ella o salían a caminar, lo que Maud quisiera, ganándose, poco a poco, el afecto de la niña y librando a la casa de la pequeña tirana que la gobernaba.
Pronto Tom dejó de observar a Polly y, al principio, dejó de hacerle caso ya que, en su opinión, «las chicas no eran para tanto», aunque, teniendo en cuenta el tipo de chica que mejor conocía, Polly no le caía tan mal. En ocasiones se permitía tomarle un poco el pelo, para ver cómo reaccionaba, causando a Polly un auténtico disgusto al no saber qué era lo próximo que este iba a hacer. Aparecía de pronto de detrás de las puertas, la asustaba como si fuera un fantasma cuando entraba en un lugar a oscuras, le agarraba los pies cuando subía las escaleras, la sorprendía con agudos silbidos o le estiraba del pelo de repente cuando se la encontraba por la calle. Y, cuando estaban sentados a la mesa para la cena, clavaba los ojos en ella y no los apartaba hasta conseguir reducirla a un patético estado de aflicción y confusión. Polly solía pedirle que dejara de molestarla, pero él le contestaba que lo hacía por su propio bien, que era demasiado tímida y que, como el resto de las chicas, necesitaba endurecerse en ese aspecto. Se reía de ella en su cara, se ponía de punta su pelirroja melena y se la quedaba mirando hasta que se marchaba consternada.
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Una muchacha anticuada
DragosteUna muchacha anticuada, por Louisa May Alcott © 1870 «La vida de Polly Milton experimenta un cambio radical cuando abandona el ambiente rural en el que ha crecido para pasar una temporada con unos amigos en la ciudad. Su inocencia y sus sencillas co...