Creo que Tom fue el que lo pasó peor, ya que, aparte de las dificultades que asolaban a la familia, tenía muchas otras propias que le preocupaban y afligían. Los enredos de estudiantes quedaron pronto arrinconados ante la aparición de preocupaciones de mayor calado, pero había muchas lenguas que culpaban a «aquel muchacho extravagante» y muchas cabezas que asentían inquietantemente cuando les aseguraban que Tom Shaw se dirigía de camino a la ruina. Dado que en este país abundan los reporteros, Tom no tardó mucho en enterarse de las bienintencionadas críticas vertidas tanto sobre él como sobre su carrera, lo que le hizo sufrir más de lo que nadie podía sospechar, pues la verdad oculta en el fondo de aquellos chismorreos le hicieron sentir un arrepentimiento sincero y una ira impotente contra sí mismo y contra otros.
Enfrentados a una situación semejante, muchos caballeros orgullosos suelen encaminarse a la completa destrucción o bien redoblan sus esfuerzos para redimir las locuras juveniles y convertirse en auténticos hombres.
Ahora que había perdido sus bienes, Tom parecía ver por primera vez lo ventajoso que estos eran, el poder, los placeres y las oportunidades que ofrecían. Comprendió su valor al mismo tiempo que reconocía, con el sentido de la justicia propio de los hombres valerosos, lo poco que merecía unos beneficios que tan mal había utilizado. Meditó sobre aquello detenidamente, pues, como le ocurre al murciélago en la fábula, no parecía haber un lugar para él en la nueva vida que había comenzado para todos. No sabía nada de negocios, no era de mucha ayuda para su padre, pese a que intentó serlo, y acabó sintiendo que era más una carga que una ayuda. Tampoco entendía nada de quehaceres domésticos, y las chicas, más sinceras que su padre, no vacilaban en decirle que molestaba cuando él se ofrecía a ayudarlas en algo.
Pasada la primera impresión, y tras cierta reflexión, sintió que su corazón y sus energías se apagaban, le dominó el remordimiento y, como suele ocurrirles a las naturalezas generosas e irreflexivas cuando deben enfrentarse súbitamente a la conciencia, exageró sus faltas y locuras y las convirtió en pecados de la peor índole e imaginó que todos le consideraban un villano y un paria.
El orgullo y la penitencia le hicieron ocultarse todo lo que pudo, ya que no podía soportar la compasión, aun cuando esta se expresara por medio de una mano amistosa o un ojo amable. No salía mucho de casa, desaparecía cuando llegaba alguien, hablaba muy poco y se mostraba patéticamente humilde o trágicamente malhumorado. Deseaba hacer algo, pero nada le parecía adecuado, y mientras esperaba recobrar su aplomo tras el naufragio, se sentía tan abatido que, de no haber sido por una cosa, el pobre Tom habría terminado por desesperarse y caer en el pozo. Sin embargo, cuando parecía más inútil, triste y desamparado, descubrió que una persona le necesitaba, una a la que nunca le resultaba molesto y que siempre le recibía con el afecto propio de una naturaleza debilitada. Esta dependencia demostrada por su madre fue la salvación de Tom en aquel momento crítico de su vida, y las cotillas que comentaban en voz baja sobre los bollos y el té cosas como «Sería un alivio para toda la familia que la querida señora Shaw —¡ejem!— desapareciera misericordiosamente», desconocían que las débiles y ociosas manos mantenían a salvo, sin saberlo, al hijo en aquella silenciosa habitación, donde le regalaba lo único que tenía a su alcance, el amor maternal, hasta que volvió a recuperar el ánimo para enfrentarse al mundo, dispuesto a superar sus pruebas como un hombre.
—¡Oh, cielos! Qué viejo y derrotado parece papá. Espero que no se olvide de mis mollejas —suspiró un día la señora Shaw mientras observaba a su esposo alejarse lentamente calle abajo.
Tom, que se hallaba a su lado jugueteando con la borla de la cortina, siguió con la vista aquella figura tan familiar y, al percatarse de lo encanecido que tenía el cabello, lo preocupado que parecía su semblante y lo cargado de espaldas que caminaba un hombre en otro tiempo fuerte y atractivo, volvió a sentirse culpable y, con su habitual impetuosidad, se dispuso a reparar la omisión tan pronto la hubo descubierto.
ESTÁS LEYENDO
Una muchacha anticuada
RomanceUna muchacha anticuada, por Louisa May Alcott © 1870 «La vida de Polly Milton experimenta un cambio radical cuando abandona el ambiente rural en el que ha crecido para pasar una temporada con unos amigos en la ciudad. Su inocencia y sus sencillas co...