CAPÍTULO 33.

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18 de Noviembre de 2015

Dormí hasta que el día se hizo noche y la noche se volvió a hacer día. Mi cuerpo estaba más adolorido que nunca. Mi estómago me duele pero no de apetito, en esos momentos no podría comer nada. Tras unos escasos minutos despierta, las ganas de orinar me causan un dolor intenso de tanto ignorarlas. Con pesadez me levanto de la cama y en cuanto mi cuerpo sabe que iré al baño, exige que me apure y eso hago.

Cuando poso mi trasero en el asiento del excusado los músculos agarrotados se quejan por el contacto. Esbozo una mueca de dolor y la costra de mi boca se agrieta causándome una puntada.

Me lavo la cara evitando mirarme en el espejo, pero la curiosidad me supera. Para mi sorpresa, salvo la costra en la comisura de mi boca, mi rostro solo está hinchado y enrojecido, los moratones no aparecen y por mi experiencia, ya no aparecerán. Sin embargo, mi cuerpo cuenta otra historia. La mayoría de los golpes se concretan en mis brazos porque con ellos cubrí mi cara. Mis hombros también tienen marcas, pero sobre todo el izquierdo cuando me volteé hecha un ovillo.

Respiro con pesadez mientras lágrimas de rabia me queman la garganta. En tanto tiempo siempre me compadecí de mí misma, pero hoy siento rabia. ¿Por qué no me fui? ¿Por qué me quedé? Me sentí atrapada como nunca, porque esta vez tuve la oportunidad por días de irme, de darle fin a la situación pero decidí quedarme organizando mi partida, sin verdadero entusiasmo.

La puerta principal se abrió y el aroma de las flores golpeó mi olfato. Dominic entró cantando entre dientes una tonada, y por la hendidura de la puerta del baño pude ver como daba unos pequeños pasos bailando en la cocina, mientras buscaba un lugar en la abarrotada mesa ya llena de ramos.

Con suavidad cerré la puerta para que no se percatara aún de mi presencia. Rebusqué en canasta de ropa sucia alguna sudadera que ponerme para tapar los golpes y casi al mismo tiempo que ese pensamiento vino a mí, otro lo sustituyó; en cambio me coloqué un sostén de entrenamiento, que usaba para el gimnasio hace como un millón de años, pero que recientemente lo había usado cuando salía a caminar al parque.

No ocultaría mi vergüenza a mi verdugo; él no podía estar tan feliz cuando yo era tan miserable. Si me quería a mí, tendría que querer lo que quedaba, lo que él había dejado.

Salí del baño y su cara se contrajo en cuanto me vio. Sé que ni siquiera alcanzó a mirar mi rostro, porque pasé de largo como si ni siquiera existiese y me dispuse a prepararme un emparedado con un poco de jamón y queso.

Escuché su respiración muy cerca de mí. Me estiré para alcanzar un plato del estante superior y mi hombro vibró con el dolor. De inmediato lo contraje y contuve las lágrimas. Él se acercó y tomó el plato por mí, ofreciéndomelo sin decir una palabra y yo lo ignoré.

— Lex, lo lamento, te compensaré, no con flores, sé que no te gustan. Yo ehm— sus palabras salían descuidadas de su boca, torpes, apresuradas— Noé y su novia vienen a la casa; para una cena. Les dije que sí, supuse que no habría problema. Haremos las cosas distintas y sé que siempre quisiste hacer reuniones en la casa con nuestros amigos..."

Su descaro hizo que mi abdomen casi devolviera el poco alimento que me atreví a ingerir. Me volví con lentitud para mirarlo a la cara y puse mi mejor sonrisa.

— Muy bien, pero espero que sepas que estaré usando menos ropa que la que tengo ahora, así que espero que sepas qué explicaciones dar y que ni se les ocurra preguntarme porque les diré con bastante detalles cómo me golpeaste. Y créeme, seré muy gráfica.

Su rostro palideció y no pudo disimular la preocupación que lo invadió. Así que continué:

— ¿Por qué no soportas ver tu obra de arte?— Dije con sarcasmo haciendo un movimiento de mano mostrando mi cuerpo.— Es hora de que comiences a tolerarlo, porque no seguiré escondiendo tu mierda.

APRESADA. Hasta que la muerte por fin me libere.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora