CAPÍTULO 8

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21 de Noviembre de 2015

Las personas siempre han descrito sus experiencias cercanas a la muerte, como el momento cuando toda su vida pasa delante de sus ojos en cuestión de segundo. De lo que nunca se ha escrito (pues no hay testigos que lo confirmen) es sobre las últimas horas de una persona que sabe que acabará con su vida. No hablo del sentenciado a muerte, ni del sentenciado por una enfermedad. Hablo de una persona como yo, que sabe que cuando terminen de desempolvar todos sus recuerdos, no quedará nada por lo que vivir, y pondrán fin a todo sus sufrimientos acumulados. En mi caso, saltaré a ese acantilado. Dejaré que el agua lave mis pecados, purifique mis órganos y desintegre mi dolor.

Así que aquí estoy, reviviendo poco a poco mi vida. Reconociendo mis errores y tratando de entender las razones por las que estoy acá, y no digo aquí como plano existencial, sino mi ubicación actual: parada a orillas de un acantilado. Tengo la mitad de mis pies en el aire, la otra mitad todavía apoyada en la vida. Y no me da miedo lo que tengo delante, pero sí lo que tengo detrás, y es donde quiero dejarlo, atrás, en el pasado, en el olvido. Estoy sacando mis recuerdos desde la profundidad donde los fui guardando para protegerme del dolor que causaba por distintas razones cada uno, como un último homenaje a lo que significaron para mí. Solo me llevaré una carga conmigo, las demás las dejaré, esperando que a mi próxima vida, si es que la tengo, no vayan las penas ni tenga que penar por mis fallas.

Me balanceo peligrosamente del borde. Pero aún no estoy lista para dar el último paso (¿o sería el último salto?). Me quedan memorias que revivir. Retrocedo y quedo pegada al faro. Con el pasar del tiempo la sombra del faro no me acobija, por lo que me ruedo un poco hasta estar de nuevo bajo la lobreguez que proyecta. No logró evitar ver la ironía de la situación. Cuando estoy lista para salir a la luz, busco otra vez el confort de la oscuridad.

Una rabia comienza a burbujear dentro de mí.

— ¿QUIÉN SE CREE QUE ES?— me pregunto a mis adentros, tan alto como mis pensamientos me permiten gritar.

Un idiota, un ser inservible, un dementor que succionó mi alma, mi espíritu, mi ser. Me destruyó, me pisoteó, me deshizo hasta que solo fui una persona insípida, un dibujo blanco y negro en un mundo de color. No debería lamentarme por su muerte, aunque haya ocurrido por mi propia mano y como si ya no tuviese suficiente ira dentro de mí, también me tengo que despreciar porque su vida o su muerte, siga afectándome.

Deje que me destrozara hasta el punto que no me reconozco en mi propio reflejo y justo antes de desaparecer de mi vida, de nuevo me empuja fuera de mis límites y contra mis propios deseos.

— TE ODIO. TE ODIO. ¡TE ODIO! — grito a todo pulmón mientras golpeo el piso con la palma de mis manos, hasta que comienzan a arderme. Las pequeñas piedras se clavan en mi piel poco a poco, consigo ese dolor reconfortante. Es un dolor auto infringido, que me hace recuperar el control sobre mí, sobre quién me hace daño y quién no y solo yo puedo hacerlo.

— ¿A quién odias? — me responde una voz desconocida.

Por un momento me paralizo y reviso en mi cabeza si he confesado mi crimen en voz alta, durante toda mi diatriba existencial. No sé cuánto ha podido escuchar, no sé cuánto tiempo lleva allí. Que una persona lo sepa, quizás acelere mi proceso, pero lo que sí es cierto, es que terminaré en ese acantilado; así que ¿qué importa lo que ese extraño haya escuchado?

Volteo a mirarlo. En un primer momento la luz del sol nubla mi visión y no puedo mantenerle la mirada, porque los rayos me hacen doler la visión. Pero tuvo que ser el tiempo suficiente para que el me viese a mí.

APRESADA. Hasta que la muerte por fin me libere.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora