Capítulo dos: Viejas heridas.

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—No —respondió rotundamente, sin molestarse en levantar la mirada del libro que reposaba entre sus manos.

—Pero, Draco, hijo, tú sabes que es importante que...

—No quiero, me niego —dijo de nuevo, evitando que su padre fuese más allá, evitando que lograra formular cualquier frase que le hiciera enojar. Estaba relajado y tranquilo como en muchos días no había estado, nada iba a arruinarlo.

Lucius soltó un dramático suspiro al que Draco no cedió y continuó con su lectura. Esperaba que ignorar a su padre el tiempo suficiente sirviera para quitárselo de encima. Si no hacía contacto visual con él y no le dirigía la palabra, se marcharía y entonces le dejaría hacer su voluntad, como siempre, desde que había sido sólo un niño. Así que Draco se aferró a su libro, se forzó a ignorar la presencia de su padre y a continuar con su lectura.

El tic tac del reloj sobre la chimenea era el único sonido presente, además del eventual sonido del papel cuando Draco cambiaba de página. Diez, quince, treinta minutos y Lucuis no se marchaba. El menor de los Malfoy comenzaba a sentirse un poco incómodo pero no cedió, no alzó la mirada y no lo haría.

Uno de los elfos de la mansión apareció a cambiar el té que al parecer se había enfriado, una lechuza entró por la ventana y Narcissa hizo una sola aparición antes de darse cuenta de la tensión en el ambiente y desaparecer murmurando algo acerca del jardín. Su padre no iba a rendirse.

Con toda la dignidad que le fue posible reunir, Draco cerró el libro y se puso de pie sin decir ni una palabra, incapaz de soportar un segundo más de esa tensión. Se marcharía a su habitación y cerraría con seguro hasta la cena. Draco sabía cuándo había que hacer una salida inteligente y definitivamente ese era el momento.

—¿Podrías pensarlo al menos? —dijo su padre con voz tranquila y expresión seria—. Es por ti, hijo.

—Lo sé —respondió antes de salir del salón principal.

Claro que lo sabía. Draco lo sabía pero se negaba a aceptarlo. Sus padres estaba preocupados por él, él mismo estaba un poco preocupado y sin embargo, no podia ceder a la petición de su padre. No se trataba de un berrinche infantil, al menos no para él, para Draco era importante y no quería arruinarlo.

Caminó por los fríos y solitarios pasillos de la mansión, su propiedad más grande en Francia. Algunos retratos de sus antepasados lo miraron y le saludaron, orgullosos, pero Draco no pudo más que fruncir la boca con desagrado mal disimulado mientras se dirigía a su habitación en la planta de arriba. Sabía porqué lo miraban así y no le gustaba.

Gracias a un encantamiento térmico, su habitación siempre contaba con un clima agradable. Draco se adentró en ella, arrojando a su cama el libro que se había llevado con él antes dejarse caer él mismo sobre el colchón, hundiendose lenta y suavemente en la mullida superficie de su cama.

Pensó que reacomodar algunas de sus muchas almohadas y volver a su lectura podría ser una buena idea, sin embargo, permaneció recostado, con las sábanas revueltas por su peso y las piernas colgando de uno de los bordes. Su rostro pintado con un puchero casi infantil y la inconformidad flotando en su pecho.

No, su padre no podía obligarlo a ser marcado, no podía.

Alguien del otro lado de la puerta llamó, pero Draco ignoró el sonido en una especie de rabieta muy impropia del heredero de una de las fortunas más grandes de Francia, de un empresario exitoso y reconocido en todo el mundo.

La puerta sonó una vez más y Draco consideró la opción de salir al balcón de su habitación y escabullirse por las enredaderas hasta los jardines antes de que, quien fuese que estuviese del otro lado, lograra hacerlo sentir más irritado. Cuando Draco se irritaba comía mucho y lo último que necesitaba eran veinte kilos de más. El sobrepeso no favorecía ni siquiera a uno de los solteros más codiciados y atractivos de toda Europa mágica.

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