Capítulo quince: Tuyo.

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Con furia apuntó su varita hacia el pequeño espejo sobre el lavamanos y murmurando entre dientes un maleficio, le hizo estallar en miles de pedacitos que flotaron estridentemente por toda la habitación, enfatizando su frustración y la furia asesina que amenazaba con cobrarse a su primera víctima. Simple y sencillamente estaba al borde, no se creía capaz de soportarlo un segundo más.

Cuando el último trocito de vidrio aterrizó en el suelo, la respiración de Draco se había calmado un poco y aunque la frustración aún latía en las sienes de su cabeza, se sentía mucho más tranquilo. Con un movimiento de varita se deshizo de la evidencia de su falta de control, lo último que necesitaba era que sus padres volvieran a confiscarle la varita por no encontrarse lo suficientemente estable como para portarla. Estaba estable, estaba perfectamente bien, o todo lo bien que podía estar alguien que había tenido que pasar por un secuestro, un lavado de cerebro y tardes enteras de celo inducido artificialmente que, aparentemente, lo habían dejado sin la capacidad de tener uno de forma natural.

Y era precisamente eso lo que lo tenía tan nervioso.

Pacientemente, Draco había esperado, día tras día, mes tras mes a que su cuerpo se recuperara del trauma que había significado haber sido secuestrado para el tráfico de Omegas del que nunca imaginó que sería víctima. No había sido fácil; había sido cuestión de tiempo, pociones y terapia, de amor por parte de su familia y de su pareja, y justo en ese momento se sentía tan recompuesto y tan pleno que, aunque el recuerdo de todo lo que había tenido que sufrir en manos de esa horrible gente seguía allí, podía dormir tranquilamente por las noches y había logrado seguir con su vida lo más normalmente posible.

—¿Draco? ¿Todo en orden? —preguntó amablemente la voz de Harry desde el otro lado de la puerta y Draco se crispó de los nervios.

—Sí, salgo en un momento —le respondió esperando que su voz sonara casual y no tensa como en realidad se sentía—. Espérame en el salón.

—De acuerdo, no tardes —pidió el auror y Draco contuvo el aliento hasta que sus pasos se alejaron lo suficiente.

Cuando Malfoy se aseguró de que estaba completamente solo de nuevo, abrió la puertecita del anaquel detrás del espejo y revolvió el montón de pociones que descansaban dentro hasta que encontró una color rojo brillante, aquella que sabía que no debía tomar porque era peligroso pero que de todas maneras había comprado sin receta, sobornando al dueño de una tienda de pociones, sólo en caso de emergencia y esa, joder, era una emergencia.

Draco metió la pequeña botella con poción dentro del bolsillo interior de su túnica ceremonial color blanca, sus manos temblando. Se miró en el espejo recién recompuesto con magia para asegurarse de que su cabello seguía en su lugar y que su túnica estaba tan perfecta como al principio de la fiesta. Respiró profundamente, dejando que el exceso de aire en sus pulmones lo relajara un poco al tiempo que tallaba su rostro con sus manos, sintiendo consuelo en la pesadez de su anillo de bodas en la piel, aquel que Harry había colocado sobre su dedo sólo unas cuantas horas atrás.

No podía creer que se había casado.

Esta nueva idea le hizo sonreír tontamente. Se sentía como un completo loco, estallando en furia segundos antes y sonriendo como un idiota enamorado después. Nadie podía culparlo por sus cambios drásticos de humor, no cuando sus sentimientos negativos los causaba el hombre al que más odiaba en el universo y los positivos los causaba el amor de su vida.

Su Alfa.

Más decidido que antes, Draco palmeó el contenido de su bolsillo y salió del cuarto de baño dispuesto a despedir a sus invitados y marcharse a su tan ansiada luna de miel. Todo iba a salir perfectamente bien, él tenía el control. O eso era lo que se decía, lo que quería creer, porque llevaba meses sin sentir esa sensación de seguridad propia, no desde que le había propuesto a Harry volverse compañeros.

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