Prólogo

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Harry despertó aquella mañana sintiéndose ligero y relajado. Las sábanas bajo su tibia piel se sentían sumamente refrescantes y nada dentro de la quietud de la habitación —que llevaba compartiendo con Dean, Seamus, Neville y Ron desde su primer año en el colegio— era señal de que aquel perfecto día fuese a transformarse en algo horrible.

Se estiró sobre la cama cual gato, soltando un ligero ronroneo de satisfacción combinado con un gruñido proveniente del fondo de su garganta. El sonido de un animal satisfecho al que no le hacía falta nada más para ser feliz. Simplemente una buena noche de sueño libre de estudios obligados por Hermione, una buena cena y buena compañía. Y vaya que él tenía muy buena compañía.

Entusiasmado porqué ese día tendrían a primera hora de la mañana Defensa Contra las Artes Oscuras, con el siempre amable profesor Lupin, abrió las cortinas que rodeaban su cama con dosel. Se estiró una vez más y miró a su alrededor. La habitación era iluminada por la suave luz de verano que pronto moriría, dando paso al tan entrañable Otoño.

Harry hizo una mueca, recordando que con el otoño llegaría el aniversario de la caída de Voldemort bajo sus propias manos, cuándo él aún había sido un bebé. Harry, por supuesto, no podía recordar nada de lo acontecido y pese a eso, todos lo trataban como a un héroe implacable y poderoso. Nunca le había agradado ser el centro de atención y mucho menos ser tratado como un héroe, eso muchas veces impedía que la gente quisiera ser amable por ser sólo Harry y no por ser El Elegido o el jodido Salvador. Siempre esperando más. Siempre esperando todo de él.

Ahuyentando sus lúgubres ideas sobre lo idealista e irracional que podía ser la sociedad, Harry se puso de pie. Caminó descalzo hasta su baúl, de donde extrajo algo de ropa limpia. Tomaría una ducha y luego se encontraría con Ginny en la sala común para ir juntos a desayunar, como cada mañana desde que ella había aceptado ser su novia, después de casi un año de ligar sin frutos aparentes.

Ginny le gustaba, mucho. Era una mujer fuerte e independiente que nunca le había exigido más de lo que podía dar. Era paciente y amorosa. Era cierto que no era tan hogareña como Molly, su madre, pero Lily tampoco lo había sido nunca y Harry nunca había visto a su padre quejarse por eso. Ginny era para él. O al menos eso pensaba.

—Buenos días —dijo Ron con voz somnolienta. Abriendo las cortinas de su cama.

Harry le respondió con un amable «Buenos días» mientras seguía hurgando en su baúl. Ignoró olímpicamente el trozo de pergamino que lo diagnosticaba como un Alfa y que se suponía debía cargar a todas partes en caso de emergencia. Harry no lo hacía. Lo detestaba.

Se enderezó una vez que reunió todas sus cosas para el baño. Ron estaba de pie junto a su cama, mirando con disgusto el mismo papel que Harry había dejado abandonado dentro de su baúl. Ni él ni Ron habían estado muy contentos con los resultados. Especialmente Ron quién aún esperaba que Madame Pomfrey se hubiera equivocado al diagnosticarlo como Beta.

—Deberías apurarte —le dijo Harry en un esfuerzo por distraerlo. Había pasado ya un año desde que habían recibido sus diagnósticos y Ron jamás había mostrado síntomas de estarse presentando como un Alfa. Como Harry. Como Hermione.

Madame Pomfrey no se había equivocado.

»Hermione debe estar esperándote —insistió y Ron finalmente arrojó el trozo de pergamino dentro de los pantalones limpios de su uniforme.

Neville, Dean y Seamus despertaron poco después, rompiendo con el silencio pacífico de las primeras horas de la mañana con su cháchara sobre quidditch y el tema de conversación que estaba en boca de todos: los resultados de género de los chicos de sexto año.

Nobody'sDonde viven las historias. Descúbrelo ahora