Prólogo

10.3K 578 695
                                    


Juzgado de Primera Instancia e Instrucción, número 9. Madrid.

—... y por medio de esta sentencia firme, se condena a Alejandro Sanchiz Nogüeroles a una pena de cárcel de cinco años de privación de libertad en el "Centro Penitenciario Cuatro" de Navalcarnero.

En otro momento me hubiera sentido arropado por la protesta generalizada que se elevó entre los asistentes a este juicio; sin embargo, ahora mismo sólo sentía cómo mi corazón parecía haberse detenido pese a haber estado latiendo a mil por hora hace unos segundos.

—Dicha pena de cárcel será efectuada en régimen ordinario —continuaba el juez, aunque yo ya no le escuchaba—, y sin posibles condenas de sustitución.

Yo, en la cárcel.

Y no en una buena, como Soto del Real, sino en una para delincuentes pobres.

No pude mirar a mi familia, amigos o a mi pareja cuando los policías me escoltaron fuera, pues debía concentrarme en avanzar debido a que mis pies apenas respondían y las manos me temblequeaban dentro de las esposas. Ni siquiera pude recobrar el aliento o la compostura para responder al ser asaltado por la prensa a la salida del juzgado antes de que me metieran en el coche patrulla. Siempre me había tenido por un valiente, pero la verdad es que esto me superaba.

—Alejandro, ¿cómo te sientes siendo el primer español condenado por terrorismo desde que la Ley Mordaza ha entrado en vigor?

—Señor Sanchiz, ¿considera justa esta sentencia, tan sólo por haber entrado en unas páginas web?

—¿Cuál es tu opinión sobre la Ley mordaza?

—¿Crees que un joven como tú puede echarse a perder en la cárcel, o quizá esta resolución reportará algo positivo en algún sentido?

—¿Estás preparado para algo así, tras una vida de lujo como la que has vivido?

—¿Serviría de algo recurrir una vez más, o aceptará lo que ha dictaminado el juez?

—¿Cómo ha acabado un niño bien, como tú, delinquiendo de esta manera?

—¿Esta sentencia te ha hecho replantearte tu delictivo interés en aquello que ahora se define como terrorismo?

Ni siquiera tengo recuerdos del trayecto hasta comisaría o de cómo me encerraron en aquella celda hasta que de repente me di cuenta de dónde estaba. Aunque nadie la compartía conmigo, me cubrí la cara con las manos al romper a llorar.

Alguien debió haber dejado entrar a mi abogado, porque en algún momento noté que mi defensor se había sentado a mi lado con cara de compungido. Hasta ahora, él y yo nos habíamos ido viendo en una sala que nos permitiera preparar la defensa íntimamente y con comodidad, pero parece que esa prerrogativa ya había acabado.

Francisco Garrido me caía bien entonces; era adorablemente gordito, portaba esas gafas de culo de vaso que hacían enormes sus ojos haciéndole parecer muy inocente. De generosa (aunque pequeña) sonrisa entre sus hinchados mofletes, siempre me hablaba como si fuera mi cómplice.

—Qué mal, ¿verdad?

—Es como una gran mierda —me mostré de acuerdo. Tras un rato de silencio, suspiré e inquirí con un tono más angustioso de lo que me hubiera gustado —¿Y no se puede hacer nada?

—¿Cómo qué?

—¡Eres mi abogado! ¿Sabes? —Abrí mucho los ojos con incredulidad. —¡Por las bragas de Viryinmeri! ¿Yo que sé? Elevarlo al supremo o cosas de esas que se dicen en las películas.

Barroteferro, La Cárcel del PlacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora