Capítulo 4

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Ese helicóptero granate y sin logotipo no parecía pertenecer a la policía o institución penitenciara alguna, pero su tamaño era lo bastante grande como para que 6 guardias salieran de su compartimento de carga encaminándose hacia nuestro bus.

—¿Pero qué...?

Una ambulancia llegaba en ese momento a la zona; una grande de la que se apearon también varios enfermeros portando maletines de plástico rojo. Yo estaba acojonado y, por lo visto, mis dos nuevos compañeros también.

—¿Qué carallo pasa? —Moreno se había pegado a la pequeña ventana para tratar de mirar lo que ocurría, pero el ángulo no era el adecuado.

—¿Pues? ¿Ha habido un accidente? —Daniel estaba aún más pálido de lo normal.

Los policías de la cabina de nuestro bus abrieron la puerta de verja que nos separaba del conductor y se nos acercaron; uno con el fusil preparado y el otro con las llaves para soltar las esposas de los tobillos.

—Poneos en fila, que os vais.

—¿A dónde? ¿Qué ha pasado? —pregunté yo realmente alterado.

—¿Hemos llegado a la cárcel? —inquirió el rubio.

—Menos preguntas y más moverse. ¡Vamos! ¡Al helicóptero! —Y nos movimos hacia el nuevo transporte apuntados por las armas, sintiéndonos algo indignados pero, sobre todo, confundidos y muy acongojados.

Aunque aquello era un bosque bajo, el transporte aéreo había encontrado un claro perfecto entre árboles, como si ya lo tuvieran localizado de antemano.

Ya dentro, las compuertas se cerraron dejándonos a los tres presos con otros dos policías en el compartimento de carga de pasajeros justo antes de empezar a elevarnos. Uno de los guardias se desplazó al estrecho pasillo que comunicaba nuestra cabina con la de piloto, y el otro se sentó en una esquina, la mano siempre sobre su fusil y los ojos pendientes de nosotros.

Desde lo alto pudimos ver cómo los enfermeros sacaban unas camillas de la ambulancia, pero poco más pudimos percibir debido a las copas de los árboles. Al poco, un humo negro bastante denso empezó a emerger de allí donde antes había estado el bus.

—¿Qué ha pasado? —pregunté de nuevo sin poder reprimirme.

—¡Decídnoslo, carallo! —exigió Fran.

—Por favor —colaboró Dani con una expresión de ruego irresistible.

El policía (o guardia, o vigilante, o lo que fuera) que nos acompañaba terminó dirigiéndole media sonrisa al rubito.

—Parece que hay una epidemia contagiosa en Navalcarnero y están trasladando a los reclusos a nuevos destinos —informó—. Vosotros, que aún no habéis ingresado, tenéis billete "vip" para el viaje.

—¿Y ese fuego? ¿Y la ambulancia? —anotó el gallego.

—¿Y yo que sé? Será para evitar que se propague la epidemia. ¿Me ves pinta de médico? ¡A callar! —ordenó el policía con cara de fastidio.

¿Para evitar que se propague una epidemia que no había tocado para nada el autobús? ¿O puede que este autobús hubiera servido para trasladar al preso que había originado la pandemia? Esperando que no fuera ese el caso, me obligué a tragar el nudo que se me había creado en la garganta y me espolsé nerviosamente el pectoral del uniforme.

—Pues mi abogado tiene que saber esto, ¿vale? —hice constar tras los segundos que necesité para calmarme—. Tiene que conocer este traslado, y... y mi familia —añadí al final, pues aún tenía la esperanza de que mi hermanastro viniera alguna vez a visitarme. Asi, quizá Berto les comentase a mis amigos sobre el nuevo lugar al que nos llevaban.

Barroteferro, La Cárcel del PlacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora