Capítulo 9

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—Aquí se queda el rubito —anunció el guardia deteniéndose y agarrando a Daniel del hombro mientras abría la cerradura.

La mirada de indefensión que el chico de navarra nos dirigió fue tan tierna que por poco no lo abrazo y me lo llevo corriendo, pero me contuve y asentí con la cabeza para demostrarle que no podía hacer más que obedecer.

—Todo irá bien, ya verás.

—Mañana nos vemos para el desayuno, riquiño —aseguró Moreno observando cómo el niño se metía con reticencia en aquella jaula abarrotada por otros siete reclusos, cuyas serias miradas lo siguieron hasta que se quedó parado en medio del espacio libre.

Kaixo, soy Dani —fue lo último que oímos pues el guardia nos dio un empellón para continuar.

—Creía que los recién llegados permaneceríamos juntos —comenté en inglés, esperando que el agente se diera por aludido.

—No, señor Sanchiz —respondió con entonación condescendiente al detenerse ante la puerta de dos celdas después—; la idea es que os relacionéis con los que ya llevan un tiempo aquí para integraros rápidamente. Aquí se queda tu otro amigo.

—Entiendo —y le traduje lo que acababa de decir el guardia. —Hasta mañana, Moreno.

—Recuerda lo que te he dicho, pipiolo; haz lo que debas para sobrevivir —susurró raudo Fran al arrimárseme, tras lo que se metió junto a aquellos cinco hombres que dejaron de lado sus conversaciones y revistas para centrarse en revisar la nueva mercancía. ¿Le producía alguna clase de buena sensación presionarme para que me "abriera" a experiencias sexuales aquí, o es que se preocupaba verdaderamente por mí?

Al contrario de lo que esperaba, mi celda al otro lado del pasillo estaba ocupada por sólo tres personas, aunque había unas cuantas literas extra esperando dueño. Antes me pareció ridículo el saludo del navarro nada más llegar, pero en este momento no encontré nada mejor que decir.

—Hola, soy Alex —saludé, y el ruido de la puerta de metal cerrándose detrás de mí sonó en mi mente como una nueva sentencia judicial; no tenía escapatoria

Antes de contestarme, los tres hombres de la sala (dos de los cuales jugaban a las cartas con otros de la celda vecina a través de los huecos de los barrotes, así como el restante que leía alguna clase de revista satírica que yo no conocía) se me quedaron mirando de arriba abajo, lo cual me permitió examinar el que sería mi hogar durante los próximos meses, o años. Diez metros cuadrados, seis camas en tres literas, todas las paredes formadas por verjas de hierro menos una en la que se apoyaba un inodoro, una pila para lavarse y dos dispensadores probablemente de jabón. ¡Oh! Pues no, en uno de ellos había una etiqueta anunciando lube, es decir, lubricante. ¿Lubricante en las celdas? El estómago se me encogió.

Bonne nuit* ["Buenas noches" en francés], soy Ayax —respondió uno, y los otros se presentaron también como Brave y Faust. Además de atractivos, parecían majos; al menos no hubo amenazas ni malas caras. Me dirigí hacia una de las camas vacías y me senté despacito pensando que el día llegaba ya a su fin y que podría dormir para olvidarme de todo durante un rato.

Ayax, de cabello castaño medio largo y liso, algunas pecas en la cara y ojos azules (un bombón que aparentaba unos jovencísimos veintitrés) se me acercó y tomó asiento a mi lado mientras los otros dos retomaban su partida.

—¿Has sangrado? —Su inglés con acento de Francia me agradó, pero su pregunta me extrañó.

—¿Hola? ¿Qué?

Barroteferro, La Cárcel del PlacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora