Capítulo 7

4.8K 406 156
                                    

El guardia nos preguntó si teníamos hambre y nos apresuramos a decir que sí, ya que el pequeño ágape del helicóptero se había consumido de nuestros estómagos hacía ya tiempo.

Caminando por un pasillo, pudimos entrever tras un cristal unas cuantas mesas en una oscura sala con pinta de comedor. Era más pequeño de lo que creía, pero a la luz que recién se encendió admití que tenía una pinta limpia y salubre. Mis compañeros se introdujeron allí, pero antes de que yo pudiera seguirles, se me acercó otro agente con pinta de mandar más; no llevaba la reglamentaria gorra, lucía un irreverente bigotito que por poco no parecía el de Hitler y tenía más colorines en la solapa del bolsillo del pecho.

—¿Alejandro Sanchiz? —Asentí, y él continuó en el idioma bretón: —Hemos monitorizado tu andar desde que llegaste —señaló casi sin pretenderlo hacia uno de los aparatitos del techo que a partir de ahora podía confirmar como cámaras—, y hemos decidido que hay algo sospechoso en tu forma de moverte.

—Co... ¿Cómo?

—Tus movimientos indican que podrías esconder algún tipo de contrabando en tus intestinos, así que vamos a realizarte un tacto rectal.

—¿¡Qué? ¡Ohmaigad! ¿Mis movimientos? Pero... ¡No! ¡No tengo nada dentro! —espeté tan sorprendido como alarmado.

—Mejor para ti que no encontremos estupefacientes u otros objetos no autorizados —aseveró haciendo una seña, con lo que uno de los dos guardias que nos escoltaban se aferró a mi hombro. —Aquí no tratamos bien a las mulas.

—¿Mula? ¿Yo? Eso es para pobres que necesitan dinero. ¡Le aseguro que no hay nada! —exclamé asustado, soltándome de aquella mano de un empellón.

—Señor Sanchiz, le he informado del motivo por pura cortesía, pero no le estoy pidiendo permiso; si se resiste, habrá consecuencias para usted y para su condena.

La mirada que le lancé a mis compañeros contenía vergüenza y una muda petición de ayuda, pero sabía que no podían hacer nada. Con la boca seca y rostro pálido, fui trasladado a un despacho doble. La primera habitación tenía toda la apariencia de una oficina común, pero la segunda, tras cruzar una puerta interna, era nuestro destino final. Esta sala contenía algunos armarios, una mesa con un par de sillas, una pila de lavarse las manos y poco más.

—Quítese los pantalones y los calzoncillos y déjelos sobre esa silla.

Los dientes me dolían de tanto apretarlos, pero no se me ocurría cómo negarme a esto sin causarme un mayor perjuicio, así que intenté convencerme de que se trataba de un procedimiento común e indoloro. Todo pasaría en pocos minutos, cuando comprobasen con uno o dos deditos que no trasportaba nada dentro.

Antes de darme cuenta me habían tumbado apoyando el torso sobre la mesa de plástico y, tras extender hacia los laterales mis brazos y mis piernas, me vi con las muñecas y tobillos esposados a las patas del mueble. No podía ver lo que ocurría a mis espaldas, pero me vinieron a la mente imágenes de películas de comedia en las que el policía de turno de alguna aduana se ponía el guante de látex con cara de pervertido cuando iba a realizar esta práctica.

A cada uno de mis lados tenía a un celador. Uno de ellos mostraba un gesto desdeñoso, pero el otro me pareció incluso guapete. No podía ver al jefecillo del bigote que había ordenado todo esto, pero le escuchaba detrás de mi haciendo ruidos. ¿Iba a hacerlo él personalmente?

Me tensé sin poder evitarlo cuando noté un denso gel fresquito restregándose por los alrededores de mi ano y luego algo cilíndrico empezando a empujar cual ariete que debilitase las defensas del portón que conservaba la dignidad de mi castillo.

Barroteferro, La Cárcel del PlacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora