Capítulo 37

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Como si se me hubiera reseteado el disco duro, no conseguía pensar en nada más que en ese curioso desconchón de la pared. Su forma era interesante; desde cierto ángulo era sólo un deteriorado conjunto de grietas, pero desde otro, tenía claramente la forma de una batidora.

El regurgitar gutural de Ayax vomitando en el aseo consiguió por fin bajarme de las nubes y recobré la lucidez que se me había negado para protegerme de lo que recién habíamos descubierto.

—Santas poluciones nocturnas de Yisus... —me salió sin siquiera pensarlo.

A mi alrededor, mis amigos reaccionaban como bien podían para sobrellevar este asunto. Moreno abrazaba fuertemente a un tembloroso Dani, casi como si quisiera contenerlo; lo había traído casi arrastrando desde aquel laboratorio y ahora le susurraba palabras tranquilizadoras al oído. El gallego se hacía el duro, pero tenía los ojos brillantes y se le arrugaba la nariz por la rabia.

Noté que se incrementaba una presión que sentía sobre la mano y me di cuenta de que mi nene debía haber estado agarrándome todo el tiempo. El norteamericano estaba blanco como la nieve y tenía los labios apretados, como intentando contenerse para no comenzar a gritar improperios.

Gracias a eso me calmé, pues supe que yo tenía que ser "el fuerte" de los dos; le acaricié el rostro y el cabello, apoyé mi frente en la suya y le rodeé con mi brazo.

—Tranquilo.

—¿Cómo podría tranquilizarme, Alex? Con lo que acabamos de descubrir... ¿Cómo?

—Precisamente por eso —le hice notar—. O sea, eso estaba ocurriendo y habría seguido ocurriendo lo supiéramos o no, pero ahora lo sabemos. Ahora podemos actuar sabiendo la verdad.

—¿De qué noz zirve zaberlo? —clamó Mouse dejando de tararear una canción para dejarse llevar por la desesperanza—. ¿De qué? ¡¿De qué?! No hay manera de ezcapar de eze final. O noz convertimoz en esclavoz zexuales, o zeremoz ¡vendidoz en trozoz para...!

—¡Calla! —Me lancé hacia él pequeñín y le tapé la boca. Sabía que estábamos en un punto limpio de escuchas y cámaras, pero si alzábamos demasiado la voz, quizá nos escuchase alguien que caminase cerca del aseo en que nos escondíamos. —Chssss...

Ayax salió del aseo y se sentó junto a nosotros en los bancos que hacían de estos mingitorios un intento de vestuario. Nos quedamos mirándonos en silencio. En realidad, no había mucho que comentar porque todos habíamos estado presentes durante el terrible descubrimiento; todos habíamos visto aquellos cadáveres casi congelados, abiertos en canal y con los órganos almacenados aparte. Había multitud de hojas con listados de corazones, hígados, riñones, pulmones... Incluso cuencas oculares, cuero cabelludo y trozos de epidermis. Se aprovechaba todo; y cada trozo de casquería tenía al lado su grupo sanguíneo y la foto de la víctima a la que se lo habían arrebatado.

El francés sólo mentó un nombre: Rómulo, antes de abrazarse a mi chico y comenzar a llorar en su hombro. Ese era uno de los nombres que habíamos visto. Parece que fue un gran amigo de nuestro compañero pecoso mientras compartieron condena; quizá fue incluso más que amigo.

Desde que acabó la condena de ese Rómulo, Ayax se hizo a la idea de que aquel estaba de vuelta en su casa, allá en un pueblito de Italia junto a su padre y a su hermana; feliz, libre y sano. Quizá incluso había planeado ir a verle al salir y probar si podían comenzar algo en serio, juntos, no sé. Ahora él sabía que, sus restos, tras robarle todo lo de valor, eran grises cenizas cremadas dispersas por el mar.

Barroteferro no era una cárcel; era literalmente un matadero.

Antes de entrar en estos aseos, habíamos entrado a tropel en la sala de vigilancia con la primera llave que Apolo me envió. No podíamos escapar sin borrar antes la grabación de nuestras pesquisas. Lo habíamos logrado, pero no por ello estábamos fuera de peligro. Con el vello de punta, me erguí de un brinco y les llamé la atención:

Barroteferro, La Cárcel del PlacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora