Capítulo 1: El Mal Día

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Hoy era uno de esos días en los que era mejor quedarse en la cama.

Llovía demasiado, usual en Londres, y la mañana se había despertado tan oscura que abrir las cortinas no sería suficiente para iluminar una habitación. Caminé hacia el baño arrastrando los pies y refregándome los ojos por el sueño. Al llegar, intenté encender las luces en vano.

Otra vez no pagó... Ya tendré que hacerlo yo.

Me bañé e hice todo a oscuras. El día ya estaba empezando a clarear y la lluvia se detenía poco a poco, por el contrario, las nubes se rehusaban a dispersarse. Luego de ducharme, volví a mi habitación y me coloqué el uniforme de la escuela, el cual constaba en un pantalón gris, una camisa blanca, zapatos negros, corbata y saco, ambos de color azul marino. Me juré a mí mismo quemarlo apenas terminen las clases.

Al bajar las escaleras, a la sala de estar, encontré a mi mamá dormida en el sillón. Me acerqué a ella para despertarla, tenía un insoportable olor a licor. Lancé un largo bufido y comencé a rebuscar en el sillón para encontrar la botella de licor metida entre los cojines. La agarré y fui con ella hacia el fregadero de la cocina. Allí, vacié todo el contenido de la botella y a medida que el líquido iba desapareciendo por los orificios de la rejilla, me imaginaba la gritadera que se me vendría más tarde.

Volví hacia la sala de estar y traté de despertar a mi mamá zarandeándola levemente desde los brazos.

—Mamá—hablé bajo, en cambio me salió un sonido seco y gutural—Tienes que ir a trabajar—le avisé.

Ella se tocó la cabeza y emitió una mueca de dolor. Aún no abría los ojos.

—Necesito un analgésico—dijo con la voz ronca.

Volví a meterme a la cocina, allí le preparé un vaso de agua con un analgésico y se lo llevé. Ella se lo tomó y se reincorporó del sillón, subiendo las escaleras con dificultad. Volví a la cocina y abrí la heladera en busca de algo para desayunar: nada. Las alacenas, vacías, todo estaba vacío. No llevaba ni una hora despierto, pero ya podía imaginarme que este sería un mal día. Al menos es viernes.

Al rato, mi mamá volvió del piso de arriba ya arreglada para ir al trabajo; pero con un aspecto que daba pinta de pordiosera. Tenía las ojeras muy marcadas y su olor a alcohol se notaba a través del perfume. Me quedé observándola con preocupación.

—Ma ¿y si mejor te quedas?—le sugerí.

—¿Qué?—preguntó frotándose el rostro.

Respiré profundo y mantuve la calma.

—No creo que sea buena idea presentarte a trabajar hoy, no luces bien—me expliqué en un tono de voz más alto.

Mi mamá era enfermera y no era capaz de mantener un trabajo por más de un mes. Solía llegar tarde o no se presentaba a trabajar.

—Tú no eres quien para decidir—espetó y se sentó en el sillón—Jackson, no me hagas enojar ¿si? No me siento bien para tener la misma discusión de siempre.

Me quedé observándola de brazos cruzados. Ella se levantó del sillón y me dio un beso en la frente.

—Eres un buen hijo—me dijo, sin embargo seguí mirándola enojado—Ve a la escuela.

Salí de la casa cerrando de un portazo. Era lo mismo todos los días desde que mi hermana se fue. En la calle me encontré con la señora Hooper, la vecina de enfrente, quien siempre estuvo convencida de que era drogadicto. Ella fingía regar sus margaritas mientras levantaba la vista para observarme.

—¿Cómo está, señora Hooper?—le pregunté.

Ella me sonrió a la fuerza y se metió como viento a su casa.

JacksonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora