Capitulo 8

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« Mía es la venganza y la retribución; a su tiempo el pie de ellos resbalará, porque el día de su calamidad está cerca, ya se apresura lo que les está preparado. » Deuteronomio 32:35

Se miró al espejo fijamente, observando su reflejo demacrado. Maurizio tenía treinta y dos años y ya se sentía como si hubiera vivido cien vidas. Continuo lavando la sangre sus ropas en el viejo lavamanos, limpiar todo rastro era crucial para poder proseguir con la purga sin problemas.

Colgó las telas como pudo para lograr que secaran, saliendo de su pequeño baño e inclinándose en el reclinatorio de su vieja habitación. No pedía a Dios por su alma, él ya no tenía remedio. Tenía su propio lugar en el infierno ya asegurado, el único consuelo que le quedaba, era que todas las personas que lo habían llevado a ese punto también tenían su propio lugar asegurado.

Él pedía constantemente por el alma de su madre, y de ella. Su amor que él único pecado que había cometido en vida fue enamorarse de un monstruo como él que no hizo más por ella que causarle la muerte a causa de su imprudencia. Las lágrimas caían a la misma velocidad que sus plegarias salían de sus labios y el dolor llenaba su corazón de una manera casi inexplicable.

Le dolía traicionar sus ideales, traicionar todas las promesas que se habían hecho en el campo de flores ¿pero que más podía hacer? No podía simplemente alejarse, todo el odio acumulado en su interior era demasiado, no iba a dormir tranquilo con ella muerta y los desgraciados que le arrancaron la vida felices cometiendo pecado tras pecado sin castigo alguno.

Se levantó del reclinatorio haciendo la señal de la cruz con la mano, su misión de acabar con la corrupción era lo único que lo mantenía con vida en su miserable existencia. No había nada más para él, ni razón, ni opción alguna. Maurizio Da Luca era un muerto en vida dispuesto a derramar toda la sangre necesaria para mitigar la furia contenida y limpiar la mancillada casa de Dios.

Esperaba que eso funcionara para lograr la paz.

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