Capitulo 9

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La primera vez que asesinó, entro en pánico. Había roto uno el más sagrado de los mandamientos que se suponía debían regir su vida. ¿Pero que más podía hacer? Maurizio había perdido todo sentido de la decencia desde esa noche que le habían arrebatado lo único que le daba motivos para seguir sonriendo en su desdicha constante.

La segunda vez, una ira incontenible lo poseyó, la cuarta, nada. Era extraño. Sentía que sus víctimas no merecían nada de él al momento de su castigo. A pesar que era imposible controlarse, algo si pasaba siempre y sin excepciones: cuando la vida ya los abandona, cuando el sufrimiento de los impíos ya es eterno no puede evitar llorar desconsolado y sentir un vacío inmenso en su pecho que lo único que hace es crecer más y más.

Ese día no fue la excepción. Por más que el obispo descuartizado a sus pies fuera un mafioso que usaba los fondos del banco vaticano para cometer toda clase de crímenes inimaginables, las lágrimas no paraban de caer por su rostro ni ese vacío paraba de crecer. Tomo los restos del cadáver, guardándolos en una bolsa y caminando con ellos hacia un rincón lejos de su improvisada sala de torturas. Tuvo que contener las arcadas al lanzar la bolsa, el olor de los cuerpos descompuestos era insoportable.

Cambio sus ropas ensangrentadas, guardándolas en una pequeña mochila que colgó en su espalda antes de caminar por los intrincados pasillos hasta la salida. No tuvo problema en levantar la tapa de la alcantarilla y salir de las catacumbas como si nada pasara a su alrededor, tampoco tuvo problemas en mezclarse con las personas que inocentes, pedían la bendición al sacerdote de peculiar apariencia.

Después de todo, nadie podía ver el enorme peso que se agregaba a sus hombros con cada muerte.

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