Revisé el mensaje de texto que Marie me había enviado hace diez minutos atrás. Caminaba lo más de prisa que podía mientras dejaba que todo tipo de
escenarios trágicos se reprodujeran en mi mente.
Mi prima jamás me había necesitado con esa urgencia; lo que significaba que algo realmente grave estaba sucediendo.
Una vez que divisé el lugar en el que ella me indicó que estaría, aumenté mi velocidad y me introduje en el pequeño local de concreto y cristal, siendo recibida
por una ola de aire frio con olor a medicamentos farmacéuticos.
Pasé la vista por los diferentes estantes cargados de medicinas y pañales para adultos, y en el fondo, cerca del área de bebidas, encontré la mata de pelo naranja que esperaba por mí.
Marie me reconoció y me agitó su mano de forma enérgica para que me reuniera con ella.
—¿Qué sucede? ¿Cuál es la emergencia? —dije con la respiración entrecortada y con mi cabello marrón pegándose a los costados de mi cuello y nuca.
—Sucede eso —dijo señalando hacia un anciano canoso que cobraba en la única caja registradora de la farmacia. No miraba nada de especial más que el nombre Rex grabado en el rectángulo de su gafete.
—¿Qué con él? —pregunté.
—¡Que él conoce a mi mamá! Le va a decir en cuanto vea que llevo estos — extendió la palma de su mano y me mostró un paquete de condones con sabor a Mango Travieso.
Levanté una ceja y me pregunté vagamente para qué alguien quería poner
sabor a un preservativo.
—¿Por qué llevas esos? ¿Eder va a venir esta noche, acaso? Ella se ruborizó y agachó la cabeza.
—Es que su cumpleaños se acerca y quería regalarle estos, como una broma. Ya sabes, para que los usara conmigo, además le regalé un pequeño folleto del Kamasutra, solo quise poner en práctica algunas de las posiciones.
Arrugué la nariz y traté de ignorar a la señora a nuestro lado haciendo una mueca y viéndonos como si fuéramos dos pervertidas.
—No necesitaba esa imagen mental —le dije a Marie—, ¿para qué me pediste que viniera entonces?
—Para que tú los pagaras por mí. Él no te conoce...
—¿Solo para eso salí de mi trabajo, que ni tiempo tuve de cambiarme? —chillé. Ella fijó su vista por primera vez en mi vestuario.
Mi jefe era un puerco que nos hacía usar extraños uniformes y camisetas que tenían deletreada la palabra "cariño" justo en la zona del escote. La razón por la que
no renunciaba era porque mi familia ocupaba el dinero gracias a que papá lo invirtió
todo en un negocio de autos chatarra, y mamá continuó con la locura de querer convertirse en psíquica. Antes de eso, ella probó incursionar en diferentes trabajos, desde estilista de perros hasta podadora oficial de césped. Apostaba mi cuero cabelludo a que ella iba a renunciar en una semana como máximo y luego probaría suerte haciendo otra excéntrica y loca cosa para distraer su ociosa mente en reciente estado de menopausia. Lo mismo ocurría con papá.
—¿Y por qué no compras en otro lado? —sugerí. Cualquier persona con medio cerebro hubiera hecho ese acto lógico.
—¡No puedo! Recuerda que el único otro lugar está cerca del trabajo de mamá y ella me mataría si de casualidad me mira y se entera de que la que creía era su hija