Yo era una gallina.
Una cobarde, inútil y tonta gallina que tenía más de una hora sentada en las afueras del edificio en el que vivía Harry, esperándolo como una de esas locas acosadoras que esperan a Justin Bieber fuera de la habitación de su hotel sólo para tener la oportunidad de verlo en ropa interior y soñar con ser la próxima madre de sus hijos.
No dejaba de torturarme con Harry, con la vista que tendría de su espectacular cuerpo y que probablemente él ni siquiera se miraría así de mal como me veía yo, porque, vaya que yo tenía un aspecto de haber sido masticada, digerida y escupida por un lagarto.
¡Aaggh!
Con cada segundo que pasaba, más se acobardaban mis ideas y parecía inútil mi plan de hablar con él. Había decidido no subir a buscarlo a su apartamento porque eso, ciertamente, me haría lucir como una desesperada; además me sentía tonta ya que era yo la que corría detrás de él en vez de ser al revés. Me desilusionó saber lo rápido que me había dejado marchar de su vida. Ni siquiera peleó por mí… por nosotros.
Definitivamente este era un mal plan.
Por quinta vez esta noche, me puse de pie y comencé a bajar las pocas gradas que me llevarían hacia la acera y después directo a la parada de buses más cercana para largarme a casa y continuar con la tortura desde la comodidad de mi dormitorio.
Estaba a punto de ponerme los audífonos y apagar a todo el mundo con un poco de Adele, cuando, una mano se posó en mi hombro y me obligó a darme la vuelta.
Era la abuela de Harry.
—¡Hola ahí! —dijo con voz eufórica. Me envolvió en un abrazo y me dio suaves y calmantes palmaditas en la espalda—. No sabía que vendrías hoy.
—Fue algo espontáneo —logré decir en medio del apretado abrazo.
Pude ver a Nicole justo por detrás de nosotras, sosteniendo un bolso morado. La niña sonrió enormemente al verme.
No esperaba encontrarme a ninguna de las dos esta noche, fue toda una
sorpresa.
Una vez que su abuela deshizo el abrazo, la pequeña corrió para ocupar su lugar.
—¿Recibiste mi regalo? —preguntó inquieta, saltando de arriba abajo.
—Sí, lo recibí —le dije, dándole una de las pocas sonrisas verdaderas que había dado esta semana—. Aquí...
Le mostré el número veintisiete que colgaba de mi cuello.
Sus ojos se agrandaron y comenzó a dar saltitos rápidos.
—¡Lo tienes puesto! —chilló— ¡Yo también!
Ella me mostró un brazalete hecho con la misma cinta de cuero que mi collar, y con el mismo número colgando orgullosamente.
—¿Vienes a ver al tío Harry? —preguntó la niña.
—¡Nicole! ¿Qué te he dicho sobre tus preguntas indiscretas? —la regañó su abuela—. Entonces… ¿vienes a ver a mi nieto?
—Yo… yo no…
—Tal vez _____ pueda curar al tío Harry —interrumpió Nicole—. _____, él está enfermo. Creo que le duele el corazón... ¡Ya no quiere cantar conmigo las canciones de Selena Gómez! Está grave, ¿sabes quién lo rompió?
Hice una mueca y me agaché para estar a su altura, llevé mi mano a su cabello marrón claro y acaricié su frente, deteniéndome brevemente en las cicatrices de su rostro.
No entendía cómo alguien pudo haberla lastimado de esa manera.
—¿Por qué piensas que está roto? —pregunté.