Julio se coloca la camisa antes de bajar del carro y me mira. Creo que va a decirme algo, pero solo se acerca y me besa con lentitud, sin ese ardor característico que me demostró estos días. No, él me besa como si quisiera conectar más que sus labios conmigo. Quiere sentir mi alma en su boca. Se aleja de mí después de unos segundos y me observa con ojos brillantes.
—Eres una mujer excepcional. Dale la oportunidad a tu madre de ser feliz sin que te interpongas. Ella ya es mayorcita para soportar cualquier cosa que le suceda. Asegúrate de mostrar tu apoyo por su felicidad y, en caso de ser necesario, dale tu hombro para que llore. Es lo que debemos hacer por nuestros padres si tenemos la oportunidad.
Dicho eso, se aleja de mí y sale, me abre la puerta y me brinda su brazo para caminar a su lado. Esta posición se siente tan correcta.
«¡Detente ahí, cenicienta! Que mamá encontrase el amor otra vez no significa que sea una epidemia y fuese a sucederme la mierda de a primera vista, aunque ¿en este caso sería a primer sexo?».
Llegamos a la puerta.
Tengo temor de lo que voy a encontrarme al entrar. Tenía pensado toda clase de cosas que decirle a mi madre, por ejemplo: "Hey, mamá, ¡qué bueno que eres feliz ahora! Me encantaría conocer al hombre que te hace feliz". Sin embargo, mi mente se nubla y solo me quedo con el pomo en la mano. No tengo llaves, las dejé al salir. Tendré que tocar o llamar a alguna de ellas para que abra. Veo el celular; son las once y cuarto de la noche. Con una buena compañía, el tiempo pasa sin notarse. Eso me sucede siempre que me encuentro al lado de este moreno de pelo claro. Ya había escuchado a lo largo de mi vida que el chocolate resuelve todos los problemas. Comienzo a creerlo. Toco el timbre y espero con Julio agarrando mi mano aún. La electricidad me sube al ser consciente de su tacto. Es como respirar, algo natural, pero cuando notas que respiras comienzas a hacerlo brutal, sonoro y lento. Quieres ver qué tanto aguantas la respiración o sencillamente por qué tu cuerpo no deja de respirar. Así me siento al estar rodeada del calor magnético de Julio Medina, alias café achocolatado caliente, muy caliente. Escucho los pasos y vislumbro de inmediato el rostro de mi madre. La abrazo sin pensarlo y Julio suelta mi mano. Oigo cómo murmura algo sobre privacidad y siento el frío que deja su ausencia. No obstante, el calor al estar en brazos de mi madre me sustenta y olvido cualquier otra cosa. ¿Cómo puedo estar enojada con quien dio su vida para que yo tuviera una? ¿Cómo pude juzgarla por querer amar de nuevo después de veintisiete años de soledad? No es posible ser egoísta con una madre soltera que dio el todo por el todo cuanto le fue posible para que yo estudiara y viviese en salud y con felicidad.
—Lo siento, mamá —sollozo.
No había llorado tanto desde hace tanto tiempo, pero, al parecer, estas últimas semanas son de reconocimiento. Mis lágrimas han estado en cautiverio y por fin han escapado. Ahora no sé cómo recuperar mi entereza.
—Shh. —Me mece con sus brazos.
Es como tener nueve años otra vez y haber llegado llorando porque Ramón Trinidad tiró un jugo de caña sobre mi vestido nuevo color blanco. Fue un desastroso día de carnaval en la escuela. El niño tremendo y maquiavélico mencionó mi ausencia de padre. No le presté atención, pues ya había superado a mis nueve años la soledad que invade a los niños de por vida. La pregunta constante de por qué no tengo un padre igual que los demás niños no era muy importante para mí. Aprendí a ver a mi abuelo como un verdadero papá de carne y hueso. Había noches en las que soñaba con un hombre que llegaba a nuestra puerta y decía ser mi padre, pero no eran más que eso, sueños. Tristes sueños de infantes. Cuando Ramón, de trece años, vio que sus palabras no me afectaron, me lanzó el jugo y gritó a toda voz: "¡María la Sin papá!". Por más que quise ser fuerte, no pude. Eché a correr hacia mi casa desde la calle Gaspar Hernández, carretera sin asfalto y con montes a ambos lados. Corrí todo el trayecto y dejé que las lágrimas corrieran tan despavoridas como iba yo. No corría porque me hubiese lastimado con sus palabras, corría de la verdad y de la dolorosa existencia. Era la única niña de todo el cuarto grado que no tenía papá. Todos sabían en nuestro pequeño campito que el coronel José López estaba criando a su nieta.
ESTÁS LEYENDO
Cafe contigo al despertar
RomanceMaría López, abogada dominicana de veintisiete años, decide que no está lista para casarse. Su pareja, Reed, se llena de venganza y odio hacia ella y comienza a crear rumores sobre supuestos sobornos aceptados por María, sobornos de los cuales si...