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Es más de medianoche cuando aparco el Rally Sport en el camino de acceso a nuestra casa. Lo más seguro es que el señor Dean siga levantado, dada su natural condición nerviosa y su costumbre de atiborrarse de café negro, y que haya contemplado cómo conducía con cuidado calle abajo. Pero no espera que le devuelva el coche hasta mañana por la mañana. Si me levanto suficientemente temprano, podré llevarlo al taller y sustituir los neumáticos antes de que advierta cualquier diferencia.

La luz de los faros atraviesa el jardín e ilumina la fachada de la casa y, entonces, veo dos puntitos verdes: son los ojos del gato de mi madre. Cuando llego a la puerta principal, ha desaparecido de la ventana. Irá a decirle que he llegado a casa. Tybalt, ese es su nombre. Es un bicho rebelde que no me muestra demasiado cariño, aunque yo a él tampoco. Tiene la extraña costumbre de arrancarse el pelo de la cola e ir dejando pequeñas bolas negras por toda la casa. Pero a mi madre le gusta tener un gato alrededor. Como la mayoría de los niños, pueden ver y escuchar a los muertos. Una habilidad útil cuando se vive con nosotros.

Entro en casa, me quito los zapatos y subo los escalones de dos en dos. Me muero por darme una ducha —quiero quitarme esta sensación mohosa y putrefacta de la muñeca y el hombro—. También quiero echarle un vistazo al áthame de mi padre y lavar los restos negros que puedan haber quedado en la hoja.

Al final de las escaleras, tropiezo con una caja y exclamo demasiado alto: «¡Mierda!». Debería tener más cuidado. Mi vida es un laberinto de cajas de embalar. Mi madre y yo somos empaquetadores profesionales y no perdemos el tiempo con las cajas desechadas por las tiendas de alimentación o de licores. Disponemos de cajas reforzadas de gran resistencia y calidad con etiquetas permanentes. Incluso en la oscuridad, puedo ver que me acabo de pegar contra los utensilios de cocina.

Entro de puntillas en el baño y saco el cuchillo de la mochila de cuero. Después de acabar con el autoestopista, lo envolví en una tela de terciopelo negro, pero sin demasiado cuidado. Tenía prisa.

No quería seguir en la carretera, ni en ningún lugar próximo al puente. Ver cómo se desintegraba el autoestopista no me produjo miedo, los he visto peores, pero es el tipo de cosa a la que no te acostumbras.

—¿Kook?

Levanto la vista hacia el espejo y veo el reflejo somnoliento de mi madre, con el gato negro en los brazos. Coloco el áthame en la encimera del lavabo.

—Hola, mamá. Siento haberte despertado.

—Sabes que me gusta estar levantada cuando llegas. Deberías despertarme siempre para que pueda dormir tranquila.

No le digo lo tonta que suena esa frase; simplemente abro el grifo y empiezo a enjuagar el cuchillo bajo el agua fría.

—Deja que lo haga yo —dice, tocándome la muñeca. Luego, por supuesto, me la agarra, porque ve los cardenales que están empezando a amoratarse a lo largo de mi antebrazo.

Imagino que dirá algo típico de madre, o que cacareará como una gallina asustada durante unos minutos e irá a la cocina en busca de hielo y una toalla húmeda, aunque estos cardenales no son ni mucho menos las peores señales con las que he llegado a casa. Pero esta vez no lo hace. Tal vez porque es tarde y está cansada. O tal vez porque después de tres años está empezando por fin a entender que no voy a dejarlo.

—Dámelo —dice suavemente y yo lo hago, porque ya he quitado la mayor parte del pringue negro. Toma el cuchillo y se marcha. Sé qué hará lo mismo de siempre: hervir la hoja y luego clavarlo en una gran jarra con sal, donde permanecerá bajo la luz de la luna durante tres días. Cuando lo saque de ahí, lo limpiará con aceite esencial de canela y dirá que ha quedado como nuevo.

Jimin vestido de sangre [kookmin] (CORRIGIENDO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora