El frío aire invernal se hacía notar cada vez más en aquel solitario Noviembre. Había pasado un mes desde la noche en que Elisabeth había hecho un juramento consigo misma y las cosas no iban a mejor en ninguno de los dos países.
La música hacía que apenas escuchase sus propios pensamientos. Sabía que aquel no era su ambiente, que aquellos no eran sus amigos y que ese chico sólo la quería para un rollo de una noche. Pero había cambiado. La parte inocente de su mente se había quedado en un baúl cada vez más polvoriento. Movía sus caderas al ritmo de la música, podía sentir las manos del chico que acababa de sonreírle agarrándola fuerte. El calor sofocante no descendía pese a aquel diminuto vestido que llevaba. Se separó un poco, con los pies doloridos y se dirigió hacia la barra para beber algo.
- ¿Qué quieres, preciosa? -preguntó el camarero guiñándole el ojo derecho.
Elisabeth pensó. La verdad es que no había bebido nunca, bueno, excepto las anteriores veces que se había ido de discotecas con los amigos de Lucas, pero siempre pedían por ella. El camarero al ver su cara de confusión sonrió. Iba a abrir la boca para sugerirle algo cuando una mano se posó en su hombro. Un chico alto, de pelo corto y ojos azules le hizo un gesto para que se retirase y se apoyó en la barra para acercarse a Elisabeth.
- ¿Cómo te llamas, cielo? - preguntó con una dulzura espeluznante.
- Beth.
- Hmmm... Beth. Te apetece quizás... ¿Un vodka negro con lima?
Asintió amablemente y se sentó en el taburete a esperar que aquel chico le trajese su bebida. Apenas sentía los pies gracias aquellos altísimos y brillantes zapatos. Había decidido ir a dar una vuelta con Sandra, la amiga con "derecho a roce" (término que ellos mismos habían establecido) de Lucas, con tal de salir y no seguir escuchando a sus padres obligándole a comer. Se sentía muy bien con su cuerpo, aunque durante un mes debería haber perdido más de 5 kilos y medio. Clara, su madre, la había encerrado en una habitación con llave con el pretexto de que hasta que la bandeja repleta de comida estuviese vacía, no abriría la puerta. Aún no entendía como su estómago había soportado tanto alimento de pronto, pero lo había hecho.
Contempló como el chico de ojos azules salía de la barra y se sentaba a su lado con lo que parecía ser sus respectivas bebidas.
- ¿Cuánto te debo? - preguntó Elisabeth hurgando en el bolso para encontrar el dinero.
El desconocido soltó una carcajada. Recobró la compostura y miró fijamente a aquellos ojos verdes. Con tranquilidad se acercó hasta su oído.
- Creo que a mi no me puedes pagar con dinero, preciosa. - murmuró en su oído. Inspiró el aroma de su champú y comenzó a mordisquearle el lóbulo de la oreja.
Elisabeth estaba paralizada. De acuerdo, llevaba un mes yendo a discotecas y, de acuerdo, no era la primera vez que se le insinuaban pero, nunca habían llegado a sus condiciones actuales. Agarró el vaso de tubo en el que se encontraba su bebida y la bebió de un trago. Cerró los ojos con fuerza dejando que el alcohol atravesase ásperamente su garganta. Apartó con fuerza al camarero y salió de aquel sitio lo más rápido que pudo. Su casa estaba a un par de calles de distancia, si se daba prisa llegaría sin caídas hasta allí.
- ¡Eh! ¡Oye!
Caminó aún más rápido. Miró a su alrededor, no tenía ni idea de dónde se encontraba, todo daba vueltas. ¿Qué llevaba esa bebida? De repente notó una fuerte sacudida en brazo izquierdo. Miró hacia atrás y se topó con las fuertes manos de aquel chico de ojos azulados. Tiró con todas sus energías intentando zafarse pero era imposible.
- ¿A dónde crees que vas, cariño? -preguntó colocando sus grandes manos alrededor de su cintura.
La vista de Elisabeth se nublaba cada vez más y más. Abrió la boca para gritar pero los labios del desconocido se lo impidieron. Sentía cómo él la arrastraba sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Las pequeñas manos de la chica hacían fuerza contra aquel pecho tan trabajado pero él ni se inmutaba. Dejó salir una lágrima de dolor cuando notó que su espalda chocaba contra la pared de un edificio con tanta fuerza que creyó notar un crujido en sus vértebras. Las manos de aquel extraño apretaban sus costillas con fuerza, asegurándose de que si no conseguía su propósito, unos hematomas se encargarían de recordarle a Elisabeth por todo lo que estaba pasando en esos momentos. Los labios del español se dirigieron a su cuello, donde comenzó a mordisquear la suave piel de su víctima. Fue entonces cuando ella encontró la oportunidad para gritar tanto como sus pulmones le permitieron. El chico rió y levantó la cabeza, mantuvo su mirada en la oscuridad y continuó dejando marcas por su clavícula tras darle a la pequeña una bofetada tan fuerte que su cabeza chocó contra la pared. Podía notar algo humedecerse en el lugar en el que había recibido el golpe del cemento. Abrió los ojos de nuevo pero apenas veía nada. Estaban en un lugar muy oscuro, sus lágrimas le nublaban la vista y sentía un aturdimiento muy extraño. Quizás fuera el alcohol, o quizás fuera el golpe. Intentó gritar de nuevo, pero nada salía de sus labios más que respiraciones fuertes y asustadas. Las manos del camarero estaban explorando cada rincón de su cuerpo, en zonas dónde nadie se había acercado nunca.