Dos días.
Una presión no demasiado fuerte sobre la parte superior de su cuerpo la despertó. Cuando sus oídos se afinaron y se centraron en los sonidos de la realidad, pudo percibir la risa de su hermano, que sin abrir los ojos, supo que estaba tumbado sobre ella, con los brazos extendidos como si fueran las alas de un águila planeando alrededor de su presa. Entreabrió sus párpados y miró a Chris, intentando averiguar por qué la sacaba de sus profundos sueños.
- ¿Qué haces? -preguntó dejando caer su cabeza sobre su almohada de nuevo, cerrando los ojos para conciliar el sueño.
Notó como las pequeñas manos de su hermano se arrastraban hasta su cara y trataba de abrirle los ojos tirando de sus cejas hacia arriba. Elisabeth rió y le agarró las manos, se puso sobre él, cambiando posiciones. Empezó a mover sus dedos enérgicamente sobre su vientre satisfecha al oír las carcajadas del pequeño. Cuando ambos pudieron dejar de reír, Chris abrazó con fuerza a su hermana.
- ¡Feliz tumpleañoooooos! -gritó.
No hicieron falta más que dos palabras para hacer que algo picara en los ojos de Elisabeth, unas gotitas de agua salada que trataban de salir como un perro cuando intenta abrir una puerta con las patas. Abrió los brazos y abrazó a su hermano lo más fuerte que pudo, agradecida porque a pesar de todo, había podido pasar tiempo con su verdadera familia y aunque le costara admitirlo, se sentía realmente ayudada por ella. Quizás no había elegido la mejor manera de prosperar como persona, ella lo sabía, pero no le importaba, porque se había solucionado todo y, ahora volvía a Londres, renovada, cambiada y en su interior, un poco más completa que cuando llegó.
Se levantó de un salto con su hermano en brazos, lo sentó en la mesa del escritorio mientras se ponía ropa más calentita que su pijama de Mafalda. Agarró un jersey de lana color granate y sus vaqueros, acompañados por sus eternas botas militares. Su hermano saltó de la mesa mientras ella se atusaba el pelo frente al espejo y se quitaba las ojeras con el corrector. La verdad, es que anoche le había costado mucho dormir, no sólo por la emoción, sino porque sabía que su vuelta traería más consecuencias malas que buenas. Salió tras su hermano mientras se colocaba un mechón casi rizado tras su oreja, dejando limpio su campo visual. Oía el choque de los platos de porcelana que su madre debía estar usando aquella mañana para colocar el desayuno. Olía realmente bien.Olía de la misma manera que su piso en los fines de semana en los que Helen despertaba con hambre. Inspiró el aroma que tantos recuerdos le traía e intuyó lo que su madre le estaba preparando para desayunar. Cruzó el umbral de la puerta y se sentó en una silla de la mesa de la cocina. Frente a ella, su madre colocó un plato repleto de alimentos grasientos que, estaba segura, le proporcionarían energía para todo el día y parte del siguiente. Clara le plantó un fuerte beso en la mejilla a su hija y le deseó un feliz cumpleaños en inglés. Contempló su desayuno, más propio de la tierra a la que volvía que de la que pisaba en esos momentos. Se comió con lentitud la panceta, las salchichas, los dos huevos, las dos rodajas de tomate a la parrilla, la rebanada de pan tostada y su té. No sólo acabó satisfecha, sino que sentía que su madre podía haber alimentado a todo un ejército sólo con aquel plato. Levantó la mirada en busca del reloj de pared para consultar la hora y se sorprendió al ver que eran las doce. Gimió frustrada imaginando lo tranquila que estaría ella durmiendo a esa hora. Bueno, quizá era muy tarde, pero ella tenía sueño.
Su padre asomó la cabeza por el salón y sonrió al encontrarse con su hija viendo la televisión. Acababa de llegar de trabajar, con mucho apetito, pero también con ganas de felicitar a su pequeña. Sin embargo, tenía que seguir el plan y hacer como si no se acordara. En su opinión era un plan absurdo, pues la noche anterior ya le habían dado su regalo, pero su esposa estaba emocionada y no sería él quien le quitara la ilusión. Se dirigía a la cocina, de donde procedía un olor a lasaña que hacía que sus entrañas rugieran, cuando el timbre sonó. Giró el pomo mientras se quitaba la corbata que le estorbaba y miró quién llamaba. No se sorprendió al ver a Lucas allí, con las manos en los bolsillos en una actitud despreocupada; últimamente pasaba mucho tiempo con su hija.