Capítulo 1: Parte 1 Introducción

1.3K 75 7
                                    

Debajo de una mesa y a gatas en el suelo, una mujer buscaba incesantemente algo. Debido a la pequeñez y a la delicadeza de su transparente objeto, era cuidadosa en su búsqueda. Sin embargo, en el momento de escuchar el abrir de una puerta, la fémina miró hacia esa dirección, divisando los zapatos negros y parte de una pulcra vestimenta de color azul marino.

A la espera de ser llamada, estática ella se hubo quedado. Al segundo siguiente...

— Candy, ¿puedes venir un momento a la sala, por favor?

— Sí, señor Brighton — se contestó de ipso facto, observándolo retirarse y ella sin moverse.

Estando a solas, la requerida lo hizo. No obstante, y luego de haber retrocedido una de sus rodillas...

— ¡Crac! – se escuchó. También...

— ¡Oh no! ¡Ahí estabas! — se expresó con lamento, agachando la fémina la cabeza en señal de frustración.

Poniéndose sobre sus rodillas, las manos las llevó a la cabeza para rascar con sus uñas un tanto molesta: su cuero cabelludo.

Sintiéndolo irritado debido al buen trato, Candy, apoyándose de la mesa, comenzó a ponerse de pie, sobresaltándose un poco gracias al aventón que le dieron a la puerta y desde donde le demandaban:

— Quieren limonada fresca y fría. ¡Pero la quieren para ya! – hubo sido la ruda exigencia de una jovencita de cortos cabellos negros y gafas. Esas que la que fungía como doméstica debía ir a sacar del cajón de un extenso y costoso gabinete de caoba.

Porque un lente de contacto, al estar molestando se quitó para volverse a colocar, y ahora había pasado a mejor vida, una de dos: o quitaba el lente requerido de su ojo derecho o zafaba el lente izquierdo de un tosco armazón que sostenía. Cualquiera de las dos opciones llamaría mucho la atención, además de notarse la diferencia en el color de sus ojos: uno amatista y el otro verde, siendo por supuesto uno de ellos... el verdadero.

Suspirando hondamente, la fémina portó sus extrañas gafas. Segundo después se dispuso a obedecer la primera orden. Sin embargo, en el primer paso dado se acordó de la segunda.

— ¡Demonios! El agua —; y debido a que no era de la simpatía de la señorita de la casa, Candy acataría esa.

. . .

En la sala del hogar Brighton, tres parejas miraban expectantes al que de pie y con las manos atrás, miraba hacia una puerta. Por ella, la uniformada doméstica aparecía. Instantes posteriores llegaba a la mesa de centro donde dejaría la charola con jarra y vasos para quienes, al percatarla entre ellos, se giraron a mirarla.

Por supuesto, no faltó quien le cuestionara con curiosidad:

— Candy, ¿por qué usas esos lentes?

— ¡Para verte mejor! – hubo dicho un alobado guasón, quien causó las carcajadas de la mayoría de los ahí presentes. Menos a quien representaba más edad de todos y que pedía:

— Silencio, por favor —. Y a Candy: — gracias, hija. Ahora ven — el adulto la llamó a su lado, pasando ella en medio de tres ocupantes de esa casa y de tres invitados.

El dueño, al tenerla cerca, la miró sonriente. Y compasivo diría:

— Mañana ordenaremos un par de repuestos.

— Oh, no, señor. No será necesario — salió de la boca de Candy, empero sus ojos decían todo lo contrario; y ello haría que se dijera:

— Claro que sí, muchacha. Ahora... quiero que me prestes atención.

Ante ello, una cabeza asintió; y las que ya se habían girado hacia ellos, escucharían:

— ¿Sabes? Yo principalmente no estoy de acuerdo...

— ¡Papá! —, alguien de los ahí conglomerados había respingado. Un brazo que se levantó en aquella dirección le puso alto con su mano para seguir diciendo:

— Pero antes de decidir por ti, quiero preguntarte: ¿te gustaría acompañar a Ana, a Pat y a Tom a Suecia?

— Usted mejor que nadie sabe que no puedo. Que, aunque quiera, no debo.

— Lo sé; y sé que algunos de ellos también.

— ¿Pero si lo hablamos, Candy? — opinó el primogénito Brighton; — ¿si papá consigue algo?

— Eso sería cuestión de esperar; y por lo que acabo de oír... — que era un permiso solicitado de las respectivas parejas de aquellos tres...

— Los vuelos ya están reservados y los boletos comprados. Y si no salimos el día convenido...

— Perderemos todo el dinero — contestó Karen, la novia de Tom.

— Y yo la verdad... — hablaba el guasón, — me costó un buen conseguirlo.

— Así que, Candy tienes que decir que sí.

— Ana, yo...

— ¡Ay, ya! — alguien objetó furiosamente. — ¡Si no quiere ir que no vaya! Además, papá —, a éste miraron ciertamente con furia — yo no la necesito. Soy suficientemente grandecita para cuidarme sola.

— No se trata de eso, Pat

— ¡Tampoco que tú o ella me arruinen la diversión! Así que, Alistar —, se le estiró una mano. Tomada y jalado un ser, se le indicaba: — ven conmigo para que me ayudes a empacar.

A esos dos, ocho ojos los miraban. Un par a Candy y ésta...

— Señor Brighton, si es todo, ¿puedo retirarme?

— Por supuesto, hija – la cual sonreiría apenada a la verdadera hija mayor quien lamentaba el fracaso. Su hermano también, del cual la novia exclamaría:

— ¡Vaya oportunidad que dejó ir la niña esta!

— No es tanto así, Karen linda

— ¿Entonces, Aarón? Porque seamos honestos, ella, para que se dé un viajecito así... ¡mínimo! necesitaría otra vida y otro trabajo.

— Sí, por supuesto — dijo el señor Brighton. Sus hijos, por su parte, optaron por decir nada. Empero el otro invitado y que seguía la dirección que la rubia empleada llevaba, enarcaba altanera y altamente una ceja. Luego y de reojo miraba a la callada familia y a la amiga quien volvía hablar:

— Pues yo copiaré a Pat — se puso de pie invitando — ¿Vienes conmigo, hermano? ¿O harán algo diferente? — se miró al novio. No obstante, contestaría el primero:

— No, Karen –; y la imitó, — vayámonos. Nos vemos mañana, ¿les parece? — se hubo dirigido a los hermanos quienes acordarían:

— Sí, claro.

Sentencia de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora